Por Eduardo Aliverti
eduardoaliverti@fibertel.com.ar
Según algunos medios –y editorialistas en particular– el paso de
Cristina Fernández de Kirchner por el quirófano podría producir un
eventual “efecto lástima” en las próximas elecciones. Se animaron,
incluso, a indicar que esa probabilidad puede ser alentada desde el
oficialismo. Y algún colega, aunque situándolo en boca de un tercero,
preguntó en la tevé “si acaso esta mina no nos estará acostando”.
"Política Nacional", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 12 de octubre de 2013.
En sentido no tan figurado, únicamente les faltó asegurar que la
Presidenta se provocó adrede el hematoma. Este tipo de alerta lo jugó la
oposición mediática, lo cual debe resaltarse, porque los dirigentes
políticos –con honestidad o percepción del buen gusto, no importa–
mostraron, en cambio, una actitud de recato. Y es un alerta que merece
consideraciones específicas, porque excede a condenar las bestialidades
enunciadas sobre la salud presidencial, su tratamiento, la información
oficial y etcéteras. No es que se trate de minimizar todo eso, en tanto
es verdadera y repugnantemente asombroso lo que dijeron y continuarán
diciendo. Al igual que otras veces, la lista provoca algo así como
vergüenza ajena de sólo recorrerla, aunque más no fuere de modo parcial.
Hay ciertas excentricidades que ya se conocían, como diagnosticar el
estado psíquico de la jefa de Estado –y luego sus condiciones físicas– a
través de la mera especulación (salvo figurarse a los médicos de
Cristina informándoles a periodistas opositores, on line, acerca de cada
episodio que la afecta). Pero hay otras que, aun cuando la catadura
moral de los informadores también las haga juzgar como previsibles, no
dejan de ser espeluznantes si, todavía, es estimable mantener algún
rigor periodístico o concepto de sentido común. Le “revelaron” a la
sociedad, por ejemplo, que los pisos y salas donde la Presidenta es
atendida fueron virtualmente blindados contra el acceso público, a la
par que confiscar los celulares de la gente comprometida en el cuidado
de la paciente y de cortar las líneas telefónicas. ¿Habrá alguna forma
precisa de referir que esa obviedad fue presentada como uno de los
símbolos del “cepo informativo”? ¿Alcanzan términos como disparate,
barrabasada, desatino o similares? ¿De veras que hay homínidos capaces
de imaginarse que internan a un presidente y la vida del lugar sigue
como si tal cosa? ¿Y de veras que una cronista callejera puede animarse a
sembrar interrogantes sobre la excelencia de la Fundación Favaloro para
practicar operaciones cerebrales? ¿Y de veras que, mientras dicen que
un golpe como el sufrido por la Presidenta es susceptible de mostrar
síntomas recién a las dos semanas, o más, se preguntan por qué no
notificaron del golpe apenas producido? Sí, de veras. Ocurrió. Como
ocurrió que se encolerizaron porque “no sabemos nada”, con una
irrespetuosidad impactante frente a los partes médicos de los
profesionales intervinientes. ¿Qué debe hacerse? ¿Dejar de cuestionar
estas bajezas en nombre de que es necesario tomarlas como de quienes
vienen? La colega Marta Dillon, en contratapa del suplemento Las 12, de
este diario, el viernes pasado, trazando una semblanza en torno de que
los argumentos contra Cristina –coyunturales y no– son propios de
golpeadores todavía creyentes en su privilegio de dar duro, escribió:
“No la mantuvieron sedada para facilitar el postoperatorio. Le dieron
‘medicación para que no esté excitada’. No fue una intervención
neurológica de baja complejidad; le ‘perforaron el cráneo sin cortarle
el pelo’. No le darán el alta; volverá a hacer su voluntad. Ella, que
estaba ciega, ‘se golpeó con la realidad’. Más aún, el golpe fue
emocional y repercutió en la cabeza porque, vamos, ya se había dicho que
estaba desequilibrada y padeciendo síndromes de descripción dudosa
(...). El ‘hermetismo es total’ (...). Mientras se mantenga la paranoia,
el complot es posible. Aquí no hay accidente, se puede leer entre
líneas. Aquí hay irresponsabilidad, como la tuvo Néstor Kirchner en su
propia muerte”. Los 50 tweets por minuto para darle fuerza a Cristina,
agrega Dillon al aludir a la adaptación de sí misma hecha por Beatriz
Sarlo, no es empatía sino la sobredosis emocional o giro sentimental
que, “según el siempre engolado Joaquín Morales Solá, que de vez en
cuando habla desde el llano, podría trocar la decisión de voto para ‘no
llevar malas noticias a esta pobre mujer’”.
En este punto habíamos quedado, respecto de una perversión que,
previo a ello, es un apunte político que sobrepasa la observancia del
odio. Temerle al “efecto lástima”, como editorializó el columnista de La
Nación o como vomitaron ciertos standaperos, significa que dudan sobre
la sinceridad o profundidad de sus propios análisis, en cuanto a lo
inevitable del fin de ciclo y de la decadencia de Cristina. ¿Puede obrar
la lástima hasta el punto de que cambie voluntades, no ya el 27 de
octubre sino sobre la percepción popular de cara al futuro de mediano
plazo? ¿Qué clase de convencimiento social habría sobre que nos gobierna
una yegua, una corrupta, una irritada constante, una manga de ladrones,
una kretina, si a la primera de cambio podría inquietar una compasión
significativa? ¿Desde cuándo puede haber lástima, de la noche a la
mañana, contra quien ya fue, ya está, ya no tiene retorno, ni ella, ni
su gobierno, ni su etapa populista, ni su diktadura ni el estigma que
desee cargársele? Lástima, que uno sepa, se le tiene a quien todavía
porta la dimensión de ser confiable, querido, dispensado de sus errores,
ratificado en sus posibilidades de asentar o recuperar un rumbo que
pueda estar sufriendo situaciones desfavorables. No se le tiene lástima,
ni a un efecto ad hoc, a un derrotado que –según se lee y escucha con
constancia de tortura china– se lo merece largamente. ¿A basa de qué
tanta preocupación, entonces? ¿Será que el sueño de las masas no se ve
tan afectado si formalmente ejerce Boudou? ¿Será que hasta el último
boludo se da cuenta de que no se cae el mundo? ¿Serán varias por el
estilo o será que, directamente, Cristina les sigue siendo temible y de
ahí que, como requirió un candidato a concejal del Frente Progresista,
es mejor que el coágulo haga justicia? (nobleza obliga, a ese postulante
de la lista de Stolbizer y Alfonsín, en Cañuelas, lo obligaron a
renunciar aunque luego de invitarlo a sólo retractarse, para después
emitir un comunicado en el que, por las dudas, aclaran que bregan por la
pronta recuperación de la Presidenta).
Es igualmente notable la grosería con que se intentó confundir los
tantos constitucionales, tratando de impugnar que el vicepresidente
pueda ser habilitado para el ejercicio temporario de la primera
magistratura. Macri está procesado, pero a nadie le mueve un pelo a
propósito de si por eso debería quedar impedido de gobernar. Sin
embargo, fue así que a un consultor, de prestigio desconocido, le
confirieron cartel francés para que en prime time insinuase un pueblo
autoconvocado a Plaza de Mayo con el fin de rechazar la reencarnación de
José López Rega. Hubo además un columnista que advirtió sobre la
ilusión de Boudou para llevar adelante cierto plan de endeudamiento
externo, aprovechando la ausencia de Cristina y mientras
simultáneamente, desde los medios del propio Grupo en el que trabaja, se
machaca con que el vice es un monigote a quien apenas si reservan para
los actos protocolares. Y hubo otro que citó la “asunción” del
vicepresidente como “la peor noticia”, en las horas en que la Presidenta
era operada de la cabeza. Ni siquiera durante los peores momentos de
Fernando de la Rúa, ridiculizado hasta más no poder por su personalidad
timorata y sus actitudes de extravío, fue posible registrar un ataque de
semejantes características contra la investidura presidencial. Y de
allí para abajo, prácticamente no hay sector gubernamental que quede a
salvo de una cantidad inédita de operaciones cruzadas o concomitantes.
Hay oportunidades en que sólo son brutalidades informativas que no
esconden un fin conspirativo, pero, objetivamente, actúan bajo el mismo
criterio de perforación. Nada se pareció a esto. Y cabe –como siempre–
la pregunta de si el grado de salvajismo habla primero de quienes lo
perpetran o, antes, de quienes lo consumen con gozo porque se ven
representados en esa exteriorización de aborrecimiento. La dialéctica
sugiere que son ambas cosas, y que se retroalimentan hasta conformar un
núcleo cuya capacidad para dialogar o consensuar (aquello de no
profundizar “la grieta”) es imposible. El apunte no es menor, tal vez,
porque habla de qué sentido tiene inquietarse por la grieta esa que la
derecha biempensante tanto dice que le preocupa. Pero no por eso
corresponde dejar de señalarlo.
El periodista confiesa haber atravesado, sucesiva y
alternativamente, diversos estados de ánimo frente a la horda mediática
que lucró con la salud presidencial. Estupefacción, en algún punto
risibilidad, indignación, a la vez acostumbramiento, porque ya es poco
menos que una rutina toparse con estas pandillas, y en consecuencia
inclinación a no darles cabida ni anímica ni analítica. Pero, al cabo,
la referencia es ineludible. Lo que no soportan, lo que los atemoriza,
no es ni el cepo informativo ni que el vice sea impopular, ni que
pudiera atravesarse un campo minado hasta dentro de dos años. No es eso.
Es que el tamaño de la agresión da la medida del agredido.