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El pasado jueves 20 de noviembre una
enorme concentración se dio cita nuevamente en el Zócalo del Distrito Federal
de México, ese magnífico escenario de los acontecimientos más trascendentales
del hermano país.
“Con los Ojos del Sur”,
columna de opinión emitida en “Hipótesis” el domingo 23 de noviembre de 2014.
Los caprichos de la historia —y la
voluntad de los manifestantes— determinaron que este multitudinario acto
coincidiera con un nuevo aniversario de la Revolución Mexicana
de 1910; esa revolución que echó por tierra a la “interminable” dictadura de
Porfirio Díaz y abrió una etapa de lucha armada y participación popular,
preñada de contradicciones, avances y retrocesos, que marcó el destino del país
azteca y dio a luz por primera vez en la historia moderna a una Constitución
que contempló los derechos sociales. Avance que todavía no llegó a los Estados
Unidos.
No hace falta decir que las clases
dominantes mexicanas, ayudadas por sus tutores del norte, se las ingeniaron… no
para derrotar a esa revolución emblemática que marcó todo el siglo XX, por lo
menos en América latina… ¡se las ingeniaron para secuestrarla!
Hasta el jueves pasado esas clases
dominantes, travestidas como Partido Revolucionario Institucional (PRI),
celebraron todos los años la Revolución
Mexicana con desfiles militares y niños agitando banderitas
tricolores. Celebraban una revolución a la que convirtieron en un cascarón
vacío, mientras la inmensa mayoría de la población se iba sumiendo cada vez más
en la pobreza y —luego con el advenimiento del neoliberalismo— en la exclusión.
Este jueves 20 de noviembre, el gobierno
mexicano de Enrique Peña Nieto, el gobierno del PRI llegado al palacio con
fraude como su antecesor Felipe Calderón, no pudieron festejar la revolución
secuestrada: las madres y los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, junto
a la inmensa mayoría del pueblo mexicano, ocuparon el Zócalo para conmemorar
—en los hechos— la verdadera Revolución Mexicana… la de la dignidad de los
pueblos, la del compromiso heroico de Emiliano Zapata, la del legendario Pancho
Villa enfrentando a los Estados Unidos.
Este jueves resonaron nuevamente en la
plaza mayor del Distrito Federal las consignas
“vivos se los llevaron, vivos los queremos”, “que se vayan todos”, como
expresión de hartazgo ante la extrema violencia, ante la connivencia entre los
narcos y el Estado, ante los ochenta mil asesinatos desde el gobierno de
Calderón hasta nuestros días, ante las innumerables fosas clandestinas, ante
las desapariciones, ante la transformación de destacamentos militares en los
narcos del cartel de los Zetas.
Pero este estado calamitoso en el que se
encuentra México no surgió de la nada, tampoco se trata de un cataclismo
semejante a un fenómeno meteorológico o telúrico, tiene raíces muy profundas en
las remotas injusticias sistémicas, profundizadas en los últimos tiempos por obra
del neoliberalismo y su herramienta regional: el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte o NAFTA por su sigla en inglés, inaugurado —hace dos décadas—
el 1º de enero de 1994.
A propósito de las causas del desmadre que impera en
este país, el antropólogo mexicano Gilberto López y Rivas publicó ayer en el
periódico La Jornada ,
del Distrito Federal, una nota titulada “Crímenes de Estado y de lesa humanidad”. En este
trabajo se señala que “el capítulo México del Tribunal Permanente de los
Pueblos (TPP) realizó su audiencia final del 12 al 15 de noviembre, después de
un complejo proceso que duró tres años, que involucró a miles de personas”… en
el que se “sistematizó, documentó y juzgó el espectro exhaustivo y dramático de
las violaciones de los derechos fundamentales de los pueblos a lo largo del
periodo específicamente considerado en los procedimientos del Tribunal
Permanente de los Pueblos: 1982-2014” .
“La sentencia del tribunal, de 97 carillas —puntualiza el autor—,
constituye un documento de profundidad estratégica para buscar una salida
democrática a la situación mexicana actual. Parte del análisis de la evolución
de la dependencia de México con los Estados Unidos a partir de la entrada en
vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. De aquí se desprenden
los enormes daños causados a la economía del país: la desindustrialización de
su área manufacturera en favor de industrias maquiladoras e industrias
estratégicas trasnacionales; el paso a un extractivismo energético, minero,
eólico, hídrico devastador y en manos de extranjeros; la pérdida de la
agricultura tradicional y la soberanía alimentaria y, por ende, el
desmantelamiento e intento de destrucción de la economía indígena-campesina; la
reorganización del territorio en favor de nuevos corredores industriales
estratégicos construidos entre el este estadounidense y la cuenca del Pacífico;
el traspaso del comercio nacional a corporaciones trasnacionales altamente
monopolizadas; los salarios más bajos y el flujo migratorio más importante en
el ámbito planetario, y una economía mafiosa que se estima constituye el 40 por
ciento de Producto Interno Bruto nacional. «En México, en los hechos, coexisten
entrecruzadas una ‘economía criminal’ de proporciones gigantescas y una
‘criminalidad económica’ difusa y profunda, que en conjunto contribuyen a hacer
más graves e incontrolables todos los efectos negativos de las políticas
neoliberales…». La globalización neoliberal genera fuertes desequilibrios entre
el mercado y los derechos humanos, mientras el Estado se convierte en un
promotor y un certificador de las operaciones corporativas. A partir del desvío
de poder, la función prioritaria del Estado se ha reformulado para convertirlo
en organizador y/o ejecutor de los despojos y expropiaciones, de la
trasformación y destrucción de la estructura productiva y de la implementación
de las masacres, represiones y numerosas violaciones de derechos necesarios
para el quiebre de los lazos sociales en México”, finaliza el antropólogo López
y Rivas.
Como se podrá apreciar, estos lodos vienen de aquellas polvaredas.
Es importante no olvidar que quienes, desde México, colaboraron
con Washington y crearon las condiciones para la existencia de todos estos
males tienen nombre y apellido… y esos nombres y apellidos se cobijan y
cobijaron en los partidos políticos del establishment, particularmente en el
PRI que gobernó más de setenta años ininterrumpidamente, al que luego reemplazó
el derechista Partido de Acción Nacional (PAN) durante los mandatos del Vicente
Fox y Felipe Calderón, ahora sucedidos por el priísta Peña Nieto.
El movimiento mexicano “Yo soy 132” , una expresión similar a
los “Indignados” españoles y a los “Ocupa Wall Street” estadounidenses,
caracterizó en su momento al PRI de un modo preciso y contundente.
El PRI —señalan— es el más oneroso lastre de México. Pero no el
PRI como noción o estructura llanamente partidaria; más bien el PRI como forma
de Estado, como dictadura oficial que recurre al mimetismo multicolor (PAN, Partido
de la Revolución
Mexicana —PRD—, etc.) para generalizar su monopolio. La
competencia interpartidista no suprime el carácter monopólico del PRI, su
fundamento empírico e ideológico, simplemente lo universaliza, le provee
tentáculos que allanan el camino para una extensión irrestricta, anidándose,
con éxito otrora irrefrenable, en las conciencias de todo un pueblo. Es la
voluntad de una élite, cortejada por una sociedad que no acaba de fundar una
auténtica patria, una sociedad hasta ahora incapaz de romper la siniestra
sucesión de fracasos que la definen, aún titubeante ante la opción de un
horizonte exento de coloniaje. El PRI es la expresión más nítida del carácter
prehistórico de la nación mexicana. Es un signo de impotencia, es un
recordatorio de la insuperable infancia de un pueblo que se debate entre el ser
o no ser. Es un poder que miente y se miente a sí mismo, pues sólo la mentira
convalida o excusa su existencia. Es la corrupción disfrazada de legalidad. Por
eso la impunidad constituye un componente identitario persistente en su actuar.
El PRI —en el análisis del Movimiento “Yo soy 132”— es una realidad nacional, una manera de ser, marcada por el
autoritarismo, la degradación de la persona, la simulación sin recato, la
mentira como factor aglutinador. Es el mito fundacional (Quetzalcóatl) devenido
poder fetichizado. Hasta aquí la formulación del Movimiento “Yo soy 132” .
En estos momentos de angustia y lucha por la desaparición de
los 43 estudiantes (ahora decimos nosotros), el PRI —en la figura de su
presidente Peña Nieto— se halla profundamente cuestionado. No habría que
descartar la caída del actual presidente mexicano, mediante algún mecanismo
constitucional. Por lo pronto se puede observar que desde el norte le están
soltando la mano. También han tomado distancia los grandes grupos de
manipulación mediática de la información, incluidos los de nuestro país.
Sobre llovido mojado.
A la barbarie de Iguala, con los estudiantes de Ayotzinapa,
ahora se ha sumado el affaire de la
lujosa casona comprada “por canje” por la esposa del presidente Peña Nieto, a
la empresa a la que se le otorgó la concesión para la construcción de la
infraestructura del tren de alta velocidad entre el Distrito Federal y Santiago
de Querétaro. Concesión que el corrupto gobierno del PRI, ahora dejó sin
efecto, al tomar estado público la compra de la Primera Dama.
Como se verá, no será fácil extirpar el tumor maligno que
representa el PRI como estructura de dominación, que ya ha hecho metástasis en
la sociedad mexicana, entrecruzándose con el narcotráfico; donde —a esta
altura— los límites entre el Estado y el crimen narco son absolutamente difusos
y en muchos casos inexistentes.
Cabe recordar también que las condiciones creadas tras la
profundización del neoliberalismo (recientes privatizaciones de las empresas
petroleras, energéticas, etc.) es el mejor caldo de cultivo para el crecimiento
del narcotráfico, puesto que este sector de la sociedad es —en esencia— un componente
más del capitalismo de estos tiempos.
En México, el secuestro de los 43 estudiantes ha abierto una
verdadera Caja de Pandora. De allí podrá emerger una dura represión a los
sectores populares al mejor estilo del ex presidente Gustavo Díaz Ordaz y su
masacre de la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; podrá dar lugar —como
decíamos— a un paso al costado de Peña Nieto para que todo siga como está o
podrá abrir un cauce para que Ayotzinapa anuncie un nuevo tiempo.