AYOTZINAPA ANUNCIA UN NUEVO TIEMPO

Por Miguel Angel Ferrari
miguelferrari@gmail.com

El pasado jueves 20 de noviembre una enorme concentración se dio cita nuevamente en el Zócalo del Distrito Federal de México, ese magnífico escenario de los acontecimientos más trascendentales del hermano país.


“Con los Ojos del Sur”, columna de opinión emitida en “Hipótesis” el domingo 23 de noviembre de 2014.


Los caprichos de la historia —y la voluntad de los manifestantes— determinaron que este multitudinario acto coincidiera con un nuevo aniversario de la Revolución Mexicana de 1910; esa revolución que echó por tierra a la “interminable” dictadura de Porfirio Díaz y abrió una etapa de lucha armada y participación popular, preñada de contradicciones, avances y retrocesos, que marcó el destino del país azteca y dio a luz por primera vez en la historia moderna a una Constitución que contempló los derechos sociales. Avance que todavía no llegó a los Estados Unidos.

No hace falta decir que las clases dominantes mexicanas, ayudadas por sus tutores del norte, se las ingeniaron… no para derrotar a esa revolución emblemática que marcó todo el siglo XX, por lo menos en América latina… ¡se las ingeniaron para secuestrarla!

Hasta el jueves pasado esas clases dominantes, travestidas como Partido Revolucionario Institucional (PRI), celebraron todos los años la Revolución Mexicana con desfiles militares y niños agitando banderitas tricolores. Celebraban una revolución a la que convirtieron en un cascarón vacío, mientras la inmensa mayoría de la población se iba sumiendo cada vez más en la pobreza y —luego con el advenimiento del neoliberalismo— en la exclusión.

Este jueves 20 de noviembre, el gobierno mexicano de Enrique Peña Nieto, el gobierno del PRI llegado al palacio con fraude como su antecesor Felipe Calderón, no pudieron festejar la revolución secuestrada: las madres y los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, junto a la inmensa mayoría del pueblo mexicano, ocuparon el Zócalo para conmemorar —en los hechos— la verdadera Revolución Mexicana… la de la dignidad de los pueblos, la del compromiso heroico de Emiliano Zapata, la del legendario Pancho Villa enfrentando a los Estados Unidos.

Este jueves resonaron nuevamente en la plaza mayor del Distrito Federal las consignas  “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, “que se vayan todos”, como expresión de hartazgo ante la extrema violencia, ante la connivencia entre los narcos y el Estado, ante los ochenta mil asesinatos desde el gobierno de Calderón hasta nuestros días, ante las innumerables fosas clandestinas, ante las desapariciones, ante la transformación de destacamentos militares en los narcos del cartel de los Zetas.

Pero este estado calamitoso en el que se encuentra México no surgió de la nada, tampoco se trata de un cataclismo semejante a un fenómeno meteorológico o telúrico, tiene raíces muy profundas en las remotas injusticias sistémicas, profundizadas en los últimos tiempos por obra del neoliberalismo y su herramienta regional: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o NAFTA por su sigla en inglés, inaugurado —hace dos décadas— el 1º de enero de 1994.

A propósito de las causas del desmadre que impera en este país, el antropólogo mexicano Gilberto López y Rivas publicó ayer en el periódico La Jornada, del Distrito Federal, una nota titulada “Crímenes de Estado y de lesa humanidad”. En este trabajo se señala que “el capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) realizó su audiencia final del 12 al 15 de noviembre, después de un complejo proceso que duró tres años, que involucró a miles de personas”… en el que se “sistematizó, documentó y juzgó el espectro exhaustivo y dramático de las violaciones de los derechos fundamentales de los pueblos a lo largo del periodo específicamente considerado en los procedimientos del Tribunal Permanente de los Pueblos: 1982-2014”.

“La sentencia del tribunal, de 97 carillas —puntualiza el autor—, constituye un documento de profundidad estratégica para buscar una salida democrática a la situación mexicana actual. Parte del análisis de la evolución de la dependencia de México con los Estados Unidos a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. De aquí se desprenden los enormes daños causados a la economía del país: la desindustrialización de su área manufacturera en favor de industrias maquiladoras e industrias estratégicas trasnacionales; el paso a un extractivismo energético, minero, eólico, hídrico devastador y en manos de extranjeros; la pérdida de la agricultura tradicional y la soberanía alimentaria y, por ende, el desmantelamiento e intento de destrucción de la economía indígena-campesina; la reorganización del territorio en favor de nuevos corredores industriales estratégicos construidos entre el este estadounidense y la cuenca del Pacífico; el traspaso del comercio nacional a corporaciones trasnacionales altamente monopolizadas; los salarios más bajos y el flujo migratorio más importante en el ámbito planetario, y una economía mafiosa que se estima constituye el 40 por ciento de Producto Interno Bruto nacional. «En México, en los hechos, coexisten entrecruzadas una ‘economía criminal’ de proporciones gigantescas y una ‘criminalidad económica’ difusa y profunda, que en conjunto contribuyen a hacer más graves e incontrolables todos los efectos negativos de las políticas neoliberales…». La globalización neoliberal genera fuertes desequilibrios entre el mercado y los derechos humanos, mientras el Estado se convierte en un promotor y un certificador de las operaciones corporativas. A partir del desvío de poder, la función prioritaria del Estado se ha reformulado para convertirlo en organizador y/o ejecutor de los despojos y expropiaciones, de la trasformación y destrucción de la estructura productiva y de la implementación de las masacres, represiones y numerosas violaciones de derechos necesarios para el quiebre de los lazos sociales en México”, finaliza el antropólogo López y Rivas.

Como se podrá apreciar, estos lodos vienen de aquellas polvaredas.

Es importante no olvidar que quienes, desde México, colaboraron con Washington y crearon las condiciones para la existencia de todos estos males tienen nombre y apellido… y esos nombres y apellidos se cobijan y cobijaron en los partidos políticos del establishment, particularmente en el PRI que gobernó más de setenta años ininterrumpidamente, al que luego reemplazó el derechista Partido de Acción Nacional (PAN) durante los mandatos del Vicente Fox y Felipe Calderón, ahora sucedidos por el priísta Peña Nieto.

El movimiento mexicano “Yo soy 132”, una expresión similar a los “Indignados” españoles y a los “Ocupa Wall Street” estadounidenses, caracterizó en su momento al PRI de un modo preciso y contundente.

El PRI —señalan— es el más oneroso lastre de México. Pero no el PRI como noción o estructura llanamente partidaria; más bien el PRI como forma de Estado, como dictadura oficial que recurre al mimetismo multicolor (PAN, Partido de la Revolución Mexicana —PRD—, etc.) para generalizar su monopolio. La competencia interpartidista no suprime el carácter monopólico del PRI, su fundamento empírico e ideológico, simplemente lo universaliza, le provee tentáculos que allanan el camino para una extensión irrestricta, anidándose, con éxito otrora irrefrenable, en las conciencias de todo un pueblo. Es la voluntad de una élite, cortejada por una sociedad que no acaba de fundar una auténtica patria, una sociedad hasta ahora incapaz de romper la siniestra sucesión de fracasos que la definen, aún titubeante ante la opción de un horizonte exento de coloniaje. El PRI es la expresión más nítida del carácter prehistórico de la nación mexicana. Es un signo de impotencia, es un recordatorio de la insuperable infancia de un pueblo que se debate entre el ser o no ser. Es un poder que miente y se miente a sí mismo, pues sólo la mentira convalida o excusa su existencia. Es la corrupción disfrazada de legalidad. Por eso la impunidad constituye un componente identitario persistente en su actuar. El PRI —en el análisis del Movimiento “Yo soy 132”— es una realidad nacional, una manera de ser, marcada por el autoritarismo, la degradación de la persona, la simulación sin recato, la mentira como factor aglutinador. Es el mito fundacional (Quetzalcóatl) devenido poder fetichizado. Hasta aquí la formulación del Movimiento “Yo soy 132”.

En estos momentos de angustia y lucha por la desaparición de los 43 estudiantes (ahora decimos nosotros), el PRI —en la figura de su presidente Peña Nieto— se halla profundamente cuestionado. No habría que descartar la caída del actual presidente mexicano, mediante algún mecanismo constitucional. Por lo pronto se puede observar que desde el norte le están soltando la mano. También han tomado distancia los grandes grupos de manipulación mediática de la información, incluidos los de nuestro país.

Sobre llovido mojado.

A la barbarie de Iguala, con los estudiantes de Ayotzinapa, ahora se ha sumado el affaire de la lujosa casona comprada “por canje” por la esposa del presidente Peña Nieto, a la empresa a la que se le otorgó la concesión para la construcción de la infraestructura del tren de alta velocidad entre el Distrito Federal y Santiago de Querétaro. Concesión que el corrupto gobierno del PRI, ahora dejó sin efecto, al tomar estado público la compra de la Primera Dama.

Como se verá, no será fácil extirpar el tumor maligno que representa el PRI como estructura de dominación, que ya ha hecho metástasis en la sociedad mexicana, entrecruzándose con el narcotráfico; donde —a esta altura— los límites entre el Estado y el crimen narco son absolutamente difusos y en muchos casos inexistentes.

Cabe recordar también que las condiciones creadas tras la profundización del neoliberalismo (recientes privatizaciones de las empresas petroleras, energéticas, etc.) es el mejor caldo de cultivo para el crecimiento del narcotráfico, puesto que este sector de la sociedad es —en esencia— un componente más del capitalismo de estos tiempos.

En México, el secuestro de los 43 estudiantes ha abierto una verdadera Caja de Pandora. De allí podrá emerger una dura represión a los sectores populares al mejor estilo del ex presidente Gustavo Díaz Ordaz y su masacre de la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; podrá dar lugar —como decíamos— a un paso al costado de Peña Nieto para que todo siga como está o podrá abrir un cauce para que Ayotzinapa anuncie un nuevo tiempo.