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Si el paro general al que se apresta al país tendrá dimensiones históricas no lo fijará tanto la magnitud de la inactividad, que será enorme, sino la eventual continuidad de ese hecho junto con el reflejo político que pudiera mostrarse en las urnas, primero, y después su conversión en un proyecto alternativo concreto.
"Política Nacional", columna de opinión de Eduardo Aliverti, emitida en Hipótesis el sábado 1 de abril de 2017.
Si el paro
general al que se apresta al país tendrá dimensiones históricas no lo
fijará
tanto la magnitud de la inactividad, que será enorme, sino la eventual
continuidad
de ese
hecho junto con el reflejo político que pudiera mostrarse en las urnas,
primero, y
después su
conversión en un proyecto alternativo concreto.
El Gobierno
comienza a atajarse -y lo hará de modo creciente- con que la
adhesión de
los gremios del transporte garantiza unas imágenes de huelga total, siendo
que si “la
gente” tuviera oportunidad de decidir por cuenta propia no habría esas fotos
de
parálisis generalizada. El argumento es un sofisma, porque con el mismo
criterio
podría
preguntarse si acaso los trabajadores de colectivos, trenes, subtes, tan
contentos
o
esperanzados con su situación económica, no podrían desconocer el mandato
dirigencial.
Y aun cuando se tomara como válido que la contribución del transporte
público es
clave, y que para la foto efectivamente lo es, los números de la actividad en
los gremios
fabriles demostrarían un amplio apoyo al paro. Pero lo central sigue siendo
que esa
adhesión del transporte existe por algo, que ese algo espeja a dirigencias del
sector que
no pueden seguir ignorando la presión embroncada de las bases, y que eso
significa
una combustión social inimaginada por el Gobierno a poco más de un año de
su andar.
El jueves pasado, la Plaza
de Mayo y sus adyacencias volvieron a reventar de
gente con
la convocatoria de ambas CTA. Los voceros macristas y sus trollcenters, al
igual que
respecto de las manifestaciones anteriores y por más que no pueda creerse,
se amparan
en la explicación de que todos (literalmente) son militantes pagos con
choripán,
gaseosas y unos mangos -500 per cápita, dice que le dijeron Javier González
Fraga,
presidente del Banco Nación, quien, hace unos meses, fue capaz de advertir la
locura de
clases populares y medias por haberse creído que cambiar la moto, el celular
o el auto
es un derecho que les corresponde-. Se esperan los datos técnicos de
González
Fraga acerca de la revolución productiva coyuntural que pueda haberse
registrado
con la venta de chorizos y cocas desde comienzos de marzo, así como de los
monumentales
recursos de las organizaciones sindicales y sociales para repartir plata
alegremente
entre unos centenares de miles de carenciados sin otra cosa para hacer
que marchar
sobre la Plaza. Esta
explicación de los agentes de los CEOs
gubernamentales
no hace más que tomarlos al pie de su letra. Según todas las voces
oficiales
que se leen y escuchan, el largo millón de personas que salieron a la calle
desde el 6
de marzo no tienen componente genuino ni de docentes, ni de trabajadores
sindicalizados,
ni de profesionales sueltos, ni de mujeres con conciencia de clase a más
que de
género, ni de gente para la que el 24 de marzo implica una conmemoración
ideológica
fundamental, ni empleados estatales, ni nada de eso. No. El Gobierno
asegura que
todo es cuestión de muchedumbres compradas y de kirchneristas con
ánimo de
bardo. Y, lo cual es dialécticamente peor, inquieren por qué no le hicieron
paros y
movilizaciones a Cristina. Buena pregunta para que se la respondan con
interrogación
igual: ¿por qué? ¿Por qué habrá sido (aun tomando como cierto que al
kirchnerismo
no se le protestó, lo cual es falso)? Y después: ¿el Gobierno realmente
cree en el
discurso que usa para contraatacar?
La
respuesta a ese último interrogante es variable, porque los referentes y
funcionarios
del Gobierno -siempre en off- confiesan cosas diferentes. Algunos piensan,
en efecto,
en un macrismo que conserva alto grado de aceptación resignada, y
minimizan
-o toman como lógico- que el peronismo les gane el espacio público. No
creen en el
efecto calle, aunque pongan atención a lo que vaya a suceder esta tarde.
Creen en
las redes, y en su trabajo en ellas y, en menor medida, en la agenda de los
medios
tradicionales adictos que las redes amplifican. Otros admiten que la bronca
popular es
real y que el pretexto de los militantes comprados no se sostiene, pero
afirman que
una ligera recomposición del consumo o de las expectativas les permitirá
dejar la
cabeza a flote en agosto y octubre. Otros están simplemente preocupados por
su falta
absoluta de candidatos potables, pretendiendo que la compense la dispersión
peronista.
En todos los casos, los parlantes oficiales y oficiosos reconocen por lo bajo
que el
Gobierno se halla en su peor momento, y que las internas del equipo económico
están a la
orden del día. Basta advertirse en la prensa que todavía les sirve de columna
vertebral.
El tema es que la economía no arranca de ninguna manera y que, ergo, no
tienen otro
recurso que cargar toda responsabilidad en la herencia recibida. Anuncian la
progresión
de los aumentos tarifarios justo ahora, y la pregunta ipso facto es si no
tienen
mejor idea al borde un paro general tras cartón de las movilizaciones de marzo.
¿Son o se
hacen?, se indaga. Son. Y además sobreactúan. Están decididos a lo que
vinieron a
aplicar y descansan en un corto plazo en el que no habría forma de que el/un
gran grueso
de la sociedad vuelva a confiar en otra cosa, porque esa cosa seguiría
siendo
asimilable a Cristina, al cepo, a la corrupción, al autoritarismo chavista, a
lo que
sea de ese
tronco conceptual. Tienen fe en las reservas profundamente gorilas de la
clase
media, porque saben que es desde ahí donde se orienta el humor popular. Eso es
cierto.
Pero si el Gobierno tiene problemas serios en los sectores medios no simiescos,
en los
fluctuantes, en los que al fin y al cabo terminaron de volcar la elección junto
a
los
populares incrédulos de que podría retrocederse, su única gran esperanza reside
en
profundizar
la dichosa grieta. Eso está haciendo.
La
economía, valga insistir con la obviedad, no resiste más ardid que ése. Una
buena nota
en el mismísimo Clarín, ayer, con la firma de Ezequiel
Burgos, lo resumió
desde el
título: “La grieta que no cierra: los datos de la economía vs. el optimismo
oficialista”.
No es que diga algo novedoso, sino que sintetiza muy bien la distancia entre
las
fantasías macristas de recuperación y lo que percibe y sufre la calle. Desde el
palo
contrario,
en Página/12 y también ayer, Fernando Krakowiak,
en su columna “Ficciones”,
se centró
en las estadísticas del Indec en torno de la construcción, donde lo único
concreto es
que -más allá del relato oficial- esa actividad viene cayendo desde que
Mauricio
Macri asumió la presidencia. “Los anuncios (...) sobre reactivaciones que no
existen son
aún peores que los pronósticos de mejoras que nunca llegan, pero forman
parte de la
misma estrategia. Haber prometido que la recuperación se iba a producir en
el segundo
semestre del año pasado no fue un error, por más que en el Gobierno
abunden la
improvisación y la impericia, así como tampoco es un error decir que está
pasando
algo que las estadísticas desmienten”. En síntesis, construcción de
subjetividad
para que
“la gente”, que en el diccionario de Cambiemos es sólo la clase media, confíe
en lo que
no se nota ni en lo que debería creerse nunca, vistos los antecedentes
abrumadores
del neoliberalismo puesto a gobernar. Eficaz para ganar elecciones, en el
mejor de
los casos, este duranbarbismo encuentra su límite a la hora del poder que
-además de
definible como tal corporativamente- se transforma en administrativo. Las
diferencias
entre hacer campaña y gobernar: otra obviedad reiterada.
Con el
escenario económico dando pruebas de que su rumbo no está plagado de
errores
sino de decisiones estructurales, y apenas prendiendo velas al retorno de las
compras en
cuotas, algún impacto favorable de las paritarias, algún otro de obra
pública, el
medio aguinaldo de mediados de año y poco más, la mirada se ubica
insistentemente
en el tablero político. Como van quedando -parece- cada vez menos
opciones
por la ancha avenida del medio, la situación tiende a polarizarse -también
parece-
entre el vuelco a un modelo u otro, con el pequeño detalle de que la
representación
colectiva o personalizada de tal antítesis no encuentra referentes. Salvo
Cristina,
claro está, y la por ahora hermética determinación que tomará sobre si ser o
no
candidata. Hace unos días, Axel Kicillof arriesgó en declaraciones públicas que
lo que
se
plebiscitará este año es Macri, no Cristina. Sugirió que jugar la candidatura
de la ex
Presidenta
es equivocarse, porque sería funcional a los intereses macristas al centrar la
discusión
electoral en torno de ella. Y propuso que la táctica comunicacional frente a
las
urnas debe
ser con estilo de “¿Te gustó el aumento tarifario que tuviste? Votalo (a
Macri)
porque ya te prometió que te va a aumentar más. ¿Te gustó la devaluación?
Metele
porque ya dijeron que la devaluación viene después de las elecciones”. Las
declaraciones
de Kicillof desataron una tormenta hacia dentro del kirchnerismo, porque
hay quienes
consideran que Cristina debe candidatearse en agosto sí o sí. La postura
del ex
ministro es minoritaria en la militancia, hasta donde se cree conocer, pero en
cualquier
caso revela un atractivo debate interno. ¿Conviene Cristina ya mismo o debe
resguardarse
para 2019? ¿Y mientras tanto quién? Esta segunda también obsesiona a la
alianza
gobernante, porque no tiene candidato alguno que no sea la gobernadora Vidal
acompañando
de algún modo a los que vayan a rascar del fondo de la olla (siempre que
no salga
malherida de la confrontación con los docentes, y que más tarde eluda -por
esas cosas
de la subjetividad masiva- la situación económica general y del conurbano
en
particular).
Tiempos de
incógnitas, entonces, que por el momento son solamente eso. Pero lo
que está
moviéndose no parece favorable a la derecha que gobierna.