EGIPTO, UNA MARAÑA DE CONTRADICCIONES

Por Miguel Angel Ferrari
miguelferrari@gmail.com


Desentrañar la madeja de contradicciones que pueblan la actual situación política en Egipto, excede largamente el contenido de una nota editorial. No obstante haremos el intento de exponer —aunque más no fuere— los principales ejes de este proceso en permanente mutación.

Para comenzar, nada mejor que un recorrido a vuelo de pájaro sobre la historia de los últimos sesenta años de este país africano que tiene una porción de su territorio en Asia, la extensa península de Sinaí.


"Con los Ojos del Sur", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 27 de julio de 2013.



El 23 de julio de 1952 el “Movimiento de Oficiales Libres”, encabezado por el general Mohammed Naguib y el coronel Gamal Abdel Nasser derrocan al rey Faruk I. Un año después se proclamó la República, bajo la presidencia de Mohammed Naguib.

En 1955 Egipto participa en la Conferencia de Bandung (Indonesia) de donde surge el Movimiento de Países No Alineados (India, Indonesia, Sri Lanka y la Yugoslavia del Mariscal Tito).

Un año más tarde, Nasser asumió la presidencia de Egipto. Ese mismo año emprende la Reforma Agraria, con la nacionalización de las tierras; al tiempo que procede a la estatización del Canal de Suez. Situación ésta que provoca la invasión de Egipto por parte de Francia, Inglaterra e Israel. Las Naciones Unidas condenan la invasión. Poco tiempo después El Cairo retoma el control del canal.

En 1967 se produce la denominada Guerra de los Seis Días, que enfrentó al Estado de Israel con Egipto, Siria, Jordania e Irak. De resultas de esta contienda Tel Aviv tomó el control de la Península de Sinaí, la Franja de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este (incluyendo la Ciudad Vieja) y los Altos del Golán.

La muerte del presidente Nasser —en 1970— y la asunción de Anwar El Sadat, su vice e integrante del ala derecha del partido Socialista Arabe, marca un movimiento brusco en el tablero de Medio Oriente: Egipto se desplaza hacia Occidente.

Ese mismo año, Sadat rompe relaciones con la Unión Soviética y comienza a recibir ayuda con fines militares por parte de los Estados Unidos (actualmente esa cifra asciende a mil quinientos millones de dólares anuales).

En 1973 —durante la Guerra de Yom Kippur— Egipto retoma el Sinaí. Seis años después Sadat firma los acuerdos de Camp David con Israel. Esta orientación en política exterior le cuesta la vida al presidente egipcio. En 1981 es asesinado por grupos militares adversos.

El 14 de octubre de ese año el vicepresidente Hosni Mubarak asume la presidencia, dando continuidad a las políticas proestadounidenses de su antecesor.

Cabe destacar que desde el derrocamiento del Rey Faruk I, todos los presidentes egipcios —hasta el gobierno de la junta castrense, que precedió al depuesto presidente Mohamed Mursi— fueron militares.

La historia reciente es más conocida: las multitudinarias movilizaciones de 2010 y 2011 dieron por tierra con el gobierno dictatorial de Hosni Mubarak, respaldado durante treinta años por Washington. Luego de un interregno militar que convocó a elecciones presidenciales —de dudosa transparencia—, asumió el gobierno la organización de los Hermanos Musulmanes, en la figura de su dirigente Mohamed Mursi.

En una entrevista que le realizara el periódico romano Il Manifesto, el economista egipcio Samir Amin manifestó textualmente, respecto de estas elecciones: “fue un fraude electoral masivo. Hamdin Sabbahi (de orientación nasserista) tenía que participar en la segunda ronda, pero la embajada de los Estados Unidos no estuvo de acuerdo”.

Durante su breve gobierno de un año, el presidente Mursi no solo que no revirtió la crisis económica heredada de las políticas neoliberales de Hosni Mubarak, sino que la profundizó.

Los islamistas ultraliberales que se instalaron en el gobierno egipcio con el advenimiento de Mursi, dieron las mismas respuestas en el marco de la ortodoxia del Fondo Monetario Internacional. Los capitalistas amigos de Mubarak fueron sustituidos —al decir de Samir Amin— por “una camarilla de capitalistas burgueses (…) comerciantes súper reaccionarios”. Más preocupados en privatizar empresas públicas que en adoptar políticas de inclusión social.

Este deterioro de la situación socio-económica, el decreto de noviembre del año pasado que amplió los poderes presidenciales y el reciente anuncio de una enmienda constitucional, fueron el detonante de esta segunda rebelión popular que dio por tierra con el gobierno de Mursi.

La enorme masividad de estas protestas y la capacidad para derrocar presidentes —primero Mubarak y luego Mursi— no implica necesariamente un alto grado de coherencia ideológica de estas multitudes. No solo escasea la coherencia ideológica, las motivaciones que movilizan a los manifestantes no suelen ser las mismas.

Un interesante trabajo del sociólogo e historiador estadounidense Immanuel Wallerstein, publicado en La Jornada de México, revela que solamente en la izquierda egipcia hay tres posiciones básicas.

Por un lado, hay “quienes piensan que los islamitas de cualquier variedad representan la amenaza fundamental”. Consideran que tanto los más radicalizados, como los moderados, solo piensan en un Estado regido por la Sharia.

La Sharia cuya traducción literal significa “la senda del Islam”, es una suerte de Derecho Islámico, un código detallado de conducta que regula el culto, la moral y las más elementales situaciones cotidianas.

Para muchos ciudadanos egipcios, habituados a una vida secular durante estos últimos sesenta años, el fantasma de la Sharia generó un fuerte rechazo al gobierno derrocado de los Hermanos Musulmanes.

Otros sectores, en cambio —continúa Wallerstein— “ven a los ejércitos como el enemigo primordial. Consideran que los ejércitos son fuerzas muy conservadoras y represivas, que mantienen puntos de vista políticos y económicos reaccionarios, y que con frecuencia tienen intereses económicos directos que los hacen mantener políticas económicas neoliberales”.

“Y luego están quienes perciben —finaliza el pensador estadounidense— que la principal amenaza son los Estados Unidos (en correlación con los poderes ex coloniales de Europa occidental). Consideran que los ejércitos y los islamitas simplemente juegan el juego que les asignaron los Estados Unidos”.

En este contexto que —con las salvedades del caso, puede ser aplicable a amplias capas de la sociedad egipcia, no solo a la izquierda— se puede comenzar a comprender el accionar de los jóvenes enrolados en el movimiento “Tamrud” (rebelión en árabe) que dio por tierra con el gobierno islámico.

La férrea oposición de masas contra el presidente Mursi, abrió el paso al golpe de Estado perpetrado por las Fuerzas Armadas egipcias, que —a su vez— encumbró en el poder a un gobierno de facto con fuerte control militar. Para decirlo sin eufemismos: se trata de una dictadura militar.

Una dictadura que incluye desde viejos partidarios de Mubarak, hasta el actual vicepresidente Mohamed el-Baradei, diplomático que dirigió durante doce años la Agencia Internacional de Energía Atómica, dependiente de las Naciones Unidas y que obtuvo el premio Nobel de la Paz en el año 2005. El-Baradei, quien lideró a un sector de la oposición al régimen de Mubarak, ahora comparte —con viejos camaradas del dictador— el gobierno militar.

A esta altura del comentario, vienen a cuento las palabras del profesor estadounidense James Petras, cuando puntualiza que el-Baradei está compartiendo el gobierno “con el nuevo Ministro de Finanzas, Ahmed Galal, que fue embajador en los Estados Unidos y es hombre de confianza del Fondo Monetario Internacional y de la Casa Blanca. Más allá de esto —prosigue Petras—, el señor Hazem el-Beblawi (nuevo primer ministro) está confirmando a todos los seguidores de los militares en todos los puestos y ha hecho una purga de los partidarios de Mursi. Ha dejado a los grupos más derechistas que sigan cumpliendo sus misiones, —entre otras cosas— fortaleciendo el bloqueo a los palestinos…”, mientras tanto, Washington continúa enviando a Egipto ayuda militar, aviones y pertrechos de guerra.

En torno a la ayuda militar y económica estadounidense, debemos recordar que más allá de los cambios operados desde la caída de Mubarak, siguieron llegando a El Cairo los mil quinientos millones de dólares anuales; monto que llega sin cargo de devolución desde la época de Anwar el-Sadat, vale decir hace  más de cuarenta años.

En este punto cabe recordar que el gobierno de Barack Obama todavía no ha caracterizado a este proceso como “golpe de Estado”, puesto que si lo hiciere debería suspender la ayuda económica y militar, en observancia de las normas sancionadas por el Congreso estadounidense.

Esta inyección de dólares durante tantos años ha contribuido al establecimiento de una verdadera casta militar, en la que radica el poder real de este país del Medio Oriente.

Los militares en Egipto tienen sus urbanizaciones privadas, sus hospitales, sus escuelas. Los altos oficiales suelen ser consultores de empresas privadas, tienen inversiones e influencia de las empresas públicas. En síntesis: constituyen un Estado dentro del Estado. En definitiva lo que está haciendo la cúpula militar en estos momentos es defender todos estos privilegios.

Una definición que compartimos para esta crisis egipcia es la que expone el profesor James Petras. Se trata —apunta Petras— de “un recambio de islámicos prooccidentales, pro-Fondo Monetario Internacional, prointervención en Siria, prorrelaciones con Israel (…) por un gobierno militar neoliberal secular. En este caso, el hecho de que haya un levantamiento popular no necesariamente indica un cambio”.

Lo que más apenan son las muertes de ciudadanos egipcios, muchas de ellas a manos de los militares. Y otras en pugnas entre sectores populares que —lamentablemente— son instrumentados por cúpulas religiosas o seculares enfrentadas entre sí, que sirven a los mismos intereses neoliberales comandados por Washington. Ayer (26 de julio de 2013) nuevamente hubo enfrentamientos, con víctimas fatales, entre partidarios del presidente destituido y sectores seculares que contribuyeron a derrocarlo

Esta realidad egipcia nos trae a la memoria aquellas palabras que Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en su magistral novela El Gatopardo, pone en boca de uno de sus personajes, el conde Tancredi: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".