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Los códigos de la mafia son muy claros: “el enemigo de
mi enemigo, es mi amigo”. Esa amistad puede durar años o ser absolutamente
exigua, todo depende de la obtención de los objetivos. El fin, para la cosa nostra,
siempre justifica los medios.
"Con los Ojos del Sur", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 19 de octubre de 2013.
El gobierno de los Estados Unidos y sus socios de la OTAN , se valieron de diversos
grupos terroristas —muchos de ellos vinculados a Al Qaeda— para derrocar al
gobierno libio, encabezado por Muhammar Gaddafi. Tanto es así que tras la caída
de la capital, Trípoli, se hizo cargo de la comandancia de la ciudad Abdel
Hakim Belhadj, un connotado jefe del Grupo Islámico de Combatientes Libios,
organización estrechamente conectada con Al Qaeda desde los tiempos de la
invasión soviética a Afganistán.
Abdel Hakim Belhadj es un viejo conocido de la CIA , estuvo en las cárceles
clandestinas de esos servicios de inteligencia estadounidenses en 2004, fecha
en que fue enviado por la CIA
a la Libia de
Gaddafi para que lo mantengan en prisión. Por esos tiempos la CIA y Gaddafi tenían buenas
relaciones.
La mafia no solo adopta aliados circunstanciales para el
logro de sus propósitos, sino que caen en desgracia cuando los intereses
mafiosos así lo exigen. Y suele ocurrir —muy a menudo— que nuevamente vuelven a
constituirse en aliados si las circunstancias lo requieren.
Abdel Hakim Belhadj es un claro ejemplo de este proceder de
la mafia… perdón, quise decir… del imperio y sus socios.
Esta conducta de Washington —y de sus civilizados aliados europeos— suele ocasionar serios problemas una
vez alcanzados los objetivos más importantes.
Es así que, luego de la utilización de las distintas
organizaciones terroristas para derrocar al gobierno de Gaddafi, al cumplirse
el primer año de su caída (setiembre de 2012), fue asesinado el embajador
estadounidense en Libia, Chris Stevens, más precisamente en la ciudad de
Bengazi, el foco desde donde surgió la insurrección alimentada por la OTAN.
Los asesinos del embajador no fueron —precisamente— los
partidarios de Gaddafi, sino los terroristas que actuaron en alianza con los
países occidentales. En alianza o en calidad de mercenarios, porque los hubo de
las dos categorías.
Por estos días se produjeron en Libia dos acontecimientos que
denotan el gran desorden en el que la intervención de la OTAN dejó sumida a Libia. Un
país sin gobierno real, sin servicios elementales, con bandas armadas que
pululan por todo el territorio, donde reina la tortura y la muerte a manos de
facciones criminales.
Como se podrá apreciar, al igual que en Irak, en Somalia y
en Afganistán, éste es el modo que tiene el imperio de llevar la democracia a los diversos países del
mundo, en cumplimiento de los planes del Pentágono y del complejo
militar-industrial de los Estados Unidos.
Los negocios primero, como la mafia.
El primer acontecimiento de estos días tuvo lugar en Trípoli,
a principios de este mes, cuando el grupo comando “Delta” de las fuerzas
armadas estadounidenses, la CIA
y el FBI, secuestraron en pleno territorio libio a Abu Anas Al Libi,
cuyo nombre real es Nazih Abdul Hamed Al Raghie, de 49 años, también
perteneciente —como el mencionado comandante de Trípoli— al Grupo Islámico de
Combatientes Libios, relacionado con Al Qaeda.
Al Libi es acusado por Washington de haber participado en los atentados a
las embajadas estadounidenses de Tanzania y Kenia en 1998.
En este punto, dos cuestiones para reflexionar.
Una, el grupo militar norteamericano actuó en Libia violando abiertamente
su soberanía. Esto parece una tontería tratándose de un país con un gobierno
títere de Occidente, que ni siquiera controla su seguridad interior. Pero, no
por ello le confiere legalidad a la acción de los comandos de Washington.
La otra —la más grave desde el punto de vista ético—, tiene que ver con
la cómplice actitud de la OTAN
con este terrorista durante las acciones insurreccionales contra Gaddafi y la
actual decisión del imperio —según palabras del secretario de Estado, John Kerry—
en el sentido de que su país “nunca se detendrá en la lucha contra el terror”.
El secretario de Estado —en rigor— omite que “la lucha contra el terror”
se detuvo en Libia, cuando la
OTAN se valió de los terroristas de Al Qaeda y otros grupos
fundamentalistas para derrocar a su ex socio Muhammar Gaddafi. En realidad, no
se detuvo, invirtió su curso y apoyó al terrorismo —que actuaba en tierra—
desde los aviones de combate de la alianza atlántica.
Pero la saga del caso libio no termina aquí.
Días después, un grupo armado secuestró al primer Ministro libio, Alí
Zeidan, a quien liberó poco tiempo más tarde, en represalia por haber
facilitado el accionar de los efectivos estadounidenses en el secuestro de Al
Libi.
El propio primer
ministro de Libia ha tildado de "terroristas" —el pasado domingo— a
los responsables de su breve secuestro, a quienes sindica como miembros de la Sala de los Revolucionarios
Libios, un antiguo grupo rebelde que colabora con el Ministerio de Interior “para
mantener la seguridad” en la capital del país árabe.
Si esta situación
—en la que el accionar de los Estados Unidos y la OTAN han dejado a Libia no
fuese tan trágica, con miles de muertos, torturados y desplazados— sería
realmente cómica: los terroristas que dejó Occidente al mando de ese Estado
africano, luego de su intervención “para instaurar la democracia”, son los
encargados de mantener la seguridad en Trípoli, la capital.
Mientras tanto, el
terrorista secuestrado por los comandos norteamericanos ya se encuentra en los
Estados Unidos, más precisamente en una celda en el Distrito Sur de Nueva York,
donde será juzgado por los atentados a las embajadas estadounidenses de Kenia y
Tanzania.
Esta vez el imperio,
como le resulta más fácil actuar en Libia que en Pakistán o en Yemen, recurrió
a un operativo comando y se llevó ilegalmente al acusado a los tribunales de su
país.
El retroceso
civilizatorio es tan grande, que la opinión pública —en esta oportunidad— no
tuvo que lamentar los asesinatos ordenados por el presidente Barack Obama,
desde la Casa Blanca ,
y ejecutados con drones, como se
denominan a los aviones sin piloto.
A propósito de los drones, el relator especial de las
Naciones Unidas sobre la lucha antiterrorista, Ben Emmerson, informó que al
menos 400 civiles murieron en Pakistán y otros 58 en Yemen en los ataques
realizados por este tipo de aviones estadounidenses no tripulados. El próximo
viernes realizará una presentación formal sobre estos crímenes ante la Asamblea General
de la ONU.
Estas cifras de
civiles asesinados, son las que corresponden a los “daños colaterales”, en la
jerga del imperio, que fueron alcanzados por los explosivos destinados a un
supuesto terrorista islámico condenado a muerte, de facto, por el presidente de
los Estados Unidos.
Como la mafia,
cuando acribilla —por ejemplo— a uno de sus viejos socios en un restaurante
italiano en Chicago, sin importarle la muerte de comensales vecinos a la mesa
de su ex compinche caído en desgracia.