Por Eduardo Aliverti
eduardoaliverti@fibertel.com.ar
Estamos cumpliendo 30 años trascendentales y es una buena oportunidad
para hacer algunas reflexiones conducentes, tal vez, a comprender las
coyunturas desde un lugar distinto. Más universal. Menos apretado.
"Política Nacional", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el lunes 9 de diciembre de 2013.
Hay una fórmula descriptiva, usada chiquicientas veces, cuyo impacto
suele ser seguro. Consiste, tratándose de períodos extensos, en comparar
a lo mucho o puntual que en el presente se toma con toda la naturalidad
del mundo. El resto es confiar en el cimbronazo que eso provoca, sobre
todo respecto de quienes viven en un vértigo permanente, imparable, ya
sea en la visión de la política como de los aspectos sociales y
personales, sin reparar jamás en que inevitablemente se viene desde
algún lugar siempre complejizable. Situadas en diciembre de 1983, y por
más deterioradas que estuviesen, había tribus militares con poder de
coacción sobre una civilidad que no terminaba de confiar por completo en
lo firme de las urnas reaparecidas (o peor: esa misma sociedad civil
era la que había respaldado el golpe del ’76, y la misma que continuó
sustentándolo hasta que en marzo del ’80 cayó el primer gran banco
privado, el BIR, y empezaron a esfumarse las fantasías del país con
clase media satisfecha). Internet y celulares eran idioma desconocido,
cuando ahora regulan nuestra cotidianidad. Circulaban casi clandestinos,
o de contraseña, los cassettes de Silvio y Pablo. No había ley de
divorcio, existía la Unión Soviética, la Iglesia Católica seguía
mostrándose oronda en su dictamen público de lo que sí y lo que no.
Cantábamos que sólo le pedíamos a Dios, volvía del exilio la Negra Sosa y
retornaba el código Serrat, pero el liberalismo sexual seguía
viviéndose con culpa. Los gays andaban escondidos, los peronistas decían
que Alfonsín era el líder de la Coca-Cola, los radicales advertían que
significaban la paz contra la rabia de Perón, el PC y su complejo de
culpa venían de apoyar a Luder y Herminio, y los liberales se aprestaban
a que Alsogaray fuese un icono de que la democracia pro-mercado era
movida única, como si no se hubiera provenido de idéntica movida pero
bajo horror milico. Decir “ecología” era como recitar en ruso al revés;
nos creíamos o decíamos que la patota del doctor Oscar Alende era
revolucionaria; el porro no era el romanticismo lisérgico de sesenta y
setenta sino una transgresión que mejor esconder. No había troscos ni
militantes del verdor capaces de creer que está a la vuelta de la
esquina la revolución proletaria, o la de las ONG, que por algo cuentan
con tanto financiamiento a la hora de confiar más en el individualismo
de las redes sociales, y en la lucha contra la caza de ballenas, y
contra el fracking, y contra la explotación petrolífera en el Artico,
que en un Estado progre construido desde la política. Como sea, para
estar de acuerdo o no, consideraciones como éstas deberían llamar la
atención sobre lo cerca que queda lo antagónico de lo que pasaba hace,
apenas, 30 años. O sea: sobre la necesidad de que seamos mucho menos
expeditivos en nuestros análisis de entrecasa.
Para quien firma esta nota, y como ya lo expresó en otros muchos
artículos que trataban de balances o repasos, los “arqueos” políticos
deben incluir el análisis –o la cita, aunque más no fuere– de los
comportamientos populares y sectoriales. E incluso, el de la actuación
individual. En general, los periodistas de opinión no tendemos hacia
allí. Los recuentos suelen posarse con exclusividad sobre el objeto de
estudio “clase política” y, más aún, específicamente en torno de la
actuación de los gobiernos de turno: nunca alrededor del papel de las
dirigencias opositoras. Ni qué hablar del ejercicio de la autocrítica
profesional. Para el caso de estos 30 años, el más largo período de
vigencia democrática conocido por la corta historia argentina, un
esquema cerrado de esa naturaleza significa que Alfonsín cayó solamente
por la impericia propia de un partido como el suyo, que jamás demostró
una valentía contundente en el dictado del poder. Que al menemato lo
parió el sexo de los ángeles y que su ratificación en las urnas, en
1995, fue producto de un país que mal que mal se había modernizado y
estabilizado. Que la Alianza entre los radicales y las viudas
peronistas, cuatro años después, ganó porque la corruptela del sultanato
ya no se aguantaba. Que el estallido de 2001/2002 subrayó la ineficacia
de cualquier experiencia que no sea pejotista. Que el surgimiento de la
“anomalía” kirchnerista fue casi nada más que la obra de una
casualidad, o de un descarte, tras los fracasos de Duhalde con sus dos
grandes esperanzas blancas: Reutemann y De la Sota. Y que la base de
apoyo popular a los K, capaz de sostenerse con por lo menos un tercio
del electorado tras diez años de gestión y más de la mitad después de
ocho, es análoga a la fiebre consumista clasemediera que sostuvo al
riojano y que liquidará al kirchnerismo en 2015. Todo eso, sin necesidad
de abundar, es “solamente”. Es decir, no existe que a Alfonsín terminó
de tumbarlo un golpe de mercado fenomenal; ni que Menem berreó en un
parto populista por izquierda para terminar ratificado por derecha con
el voto-licuadora; ni que la esperanza del mayor grueso social resultó
pobrísima al suponer que bastaba con derruir la corrupción; ni que el
comienzo de siglo fue un fin de fiesta mediático de los gerentes
ideológicos que hablaban de modernización y estabilidad, y que lograron
una transferencia de ingresos bíblica favor de los privilegiados; ni que
los Kirchner fueron el vector de una lectura acertada respecto de que
no había salida por medio de otro ajuste, así lo perpetraran Reutemann,
De la Sota o Mandinga.
En esos análisis incompletos, ordinarios, que no tienen en cuenta el
rol que juega la conciencia de las masas y la diferencia entre sus
necesidades y sus intereses, ni la posibilidad de que una franja social
significativa recupere con gusto el valor de la política como único
instrumento de cambio, se pierde la chance de profundizar. De asumir
contradicciones. De asimilar que la política, surcada invariablemente
por medidas que van para acá o para allá, es y debe ser conflicto
inevitable. La democracia debe serlo. Hace pocos días, con el cientista
político Edgardo Mocca, recordábamos el principio de Maquiavelo que tan
bien harían en tener presente, y aceptar, los consensualistas extremos:
la grandeza de Roma se debe al conflicto entre el Senado y la plebe. Uno
no les pediría a los cultores de la frivolidad que se inoculen con ese
concepto elemental. No tienen cómo, o sencillamente no quieren. Esa
gente que juzga las cosas a través de shows televisivos disfrazados de
periodismo, que se caga de risa con chistes fáciles presumidos de
osadía, y que hasta se cree que mediante ese solo recurso ya porta
información suficiente. Pero las variantes grasamente coloreadas del
otrora profesor Mariano Grondona, así como los “republicanistas”
circunspectos, deberían admitir que ese principio maquiavelesco es
terminante: sin conflicto no hay política, y si no hay política que no
choque con éstos o aquéllos no hay nada que no sea masturbación. Como
señaló recientemente Horacio González, hace falta algo de retorno al
patio griego. Lo dijo con referencia al nivel de debate paupérrimo que
sufre la vida universitaria, pero al firmante le parece que es un
concepto extensible más allá de esos muros. Si el ágora ateniense es hoy
una puteada atrás de otra, como toda acción de pensamiento crítico,
estamos puestos.
Los 30 años de democracia ininterrumpida que se cumplen mañana son
los de las virtudes y deméritos de las gestiones oficiales. Pero lo son
igualmente de lo que los “balances” invisibilizan por eso del extremismo
consensual, cómodo, no interpelante. Estamos a 30 años de venir
sufriendo políticos de mierda, como lo estamos en un durante que tiene a
Germán Abdala, a Jorge Rivas y a tantos otros. Tres décadas del
Alfonsín aldeano de Chascomús y del gordito de bigotes que como pudo se
la bancó contra las mafias sindicales del PJ, contra un partido militar
decadente pero presionante, contra la propia inexperiencia de gobernar,
contra los eternos patrones del campo y contra la curia. Estamos a 30
años que incluyen un vendepatria como Menem, y un matrimonio
presidencial tan millonario y contradictorio como restituyente de que la
política no está vencida frente a los barones de la exclusión social. A
30 años de un pueblo que se demostraría más avanzado que ningún otro en
el juzgamiento de sus asesinos, en sus Madres, en sus Abuelas, en su
movilidad intelectual y movilizadora. Y simultáneamente, una sociedad
que sucumbiría en el egoísmo estúpido de su clase media, cuando
reprodujo, dos veces, en Domingo Cavallo, en democracia, la ensoñación
del dólar 1 a 1 que Martínez de Hoz dejó imponer a sangre y fuego. Esa
sociedad que se reproduce en tanto desconcientizado que insiste en
reclamar mano dura, en tantos triviales que vuelven a creer que todo se
arregla si no hay corrupción oficial, en tantos racistas contra la
Asignación Universal por Hijo. Y somos periodistas que debimos
rendirnos, en los ’90, a ser empresarios de nosotros mismos, porque se
trataba de subsistir en el cable o en la radio con auspicios de empresas
privadas que nos condicionaban el discurso. Periodistas que pujamos por
una ley de medios de la democracia, hasta que salió esa ley pero
contrariando a nuestras patronales. Periodistas que estábamos bárbaro
cuando Menem se caía, y bastaba con hacerse el compadrito denunciando
corruptelas mientras no fueran sistémicas. Periodistas de izquierda que
no contábamos con que un gobierno peruca nos viniera a correr por ahí,
por izquierda, y con éxito, con argumentos. Somos todo eso, los
argentinos, y tantísimo más, en la suma neta de estos 30 años.
Lo que no deberíamos ser es la suma bruta. Y como quiera que fuere, felicidades.