FRANKENSTEIN Y EL IMPERIO

Por Miguel Angel Ferrari
miguelferrari@gmail.com

La realidad supera a la ficción. 

El Dr. Henry Frankenstein, un joven y apasionado científico, asistido por el jorobado Fritz, crea un cuerpo humano, cuyas partes han sido recolectadas secretamente… ya todos conocemos las consecuencias de esta diabólica creación. La película data de 1931 y está basada en la novela de Mary Shelley, titulada “Frankenstein o el moderno Prometeo”. Felizmente, solo se trata de una película.



"Con los Ojos del Sur", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 27 de octubre de 2014.



Desde hace décadas, los gobiernos de los Estados Unidos trabajan —a través de sus servicios de inteligencia— con los sectores más recalcitrantes del fundamentalismo islámico.

No los mueve una inclinación religiosa, aunque no está de más señalar que en las altas esferas gubernamentales de Washington, abundan fundamentalistas cristianos y sionistas.

Las primeras aproximaciones estuvieron motivadas por el surgimiento, en los años cincuenta, de movimientos árabes que sostenían una suerte de socialismo nacional. Una actitud progresista y laica, frente a las monarquías del Medio Oriente que fueron surgiendo tras la caída del Imperio Otomano.

El caso paradigmático fue el de Egipto, luego del derrocamiento del rey Faruk por el grupo de los Oficiales Libres y la instalación de un gobierno finalmente liderado por el coronel Gamal Abdel Nasser.

Tanto el colonialismo británico —a cargo de un protectorado en esa región, luego de la Primera Guerra Mundial—, como el imperialismo estadounidense, se valieron de los Hermanos Musulmanes para desestabilizar la revolución egipcia. Para ello, con ayuda de la CIA, los fundamentalistas intentaron asesinar al presidente Nasser. Tras el frustrado atentado fueron severamente reprimidos por el gobierno egipcio.
En tanto que el régimen islamista en Arabia Saudita se convirtió en un estrecho aliado de los Estados Unidos en la tarea de derrocar a Nasser. La monarquía saudita suministró apoyo financiero y un santuario a los militantes de los Hermanos Musulmanes durante su enfrentamiento al gobierno de El Cairo.

Años después, durante el gobierno del presidente Ronald Reagan, la CIA y el Pentágono no solo sostenían económica y militarmente a los militantes de la incipiente Al-Qaeda en Afganistán, contra la presencia soviética en ese país, sino que los caracterizaban como “los luchadores por la libertad”. Esos mismos “héroes”, dos décadas después se hicieron cargo del derribo de las Torres Gemelas en Nueva York.

Ahí, el monstruo del Dr. Frankenstein, desató toda su violencia contra su creador.

En tiempos más recientes, todavía está fresco el recuerdo del apoyo occidental a los terroristas de Al-Qaeda durante la intervención en Libia. Es necesario recordar que tras la caída de Muhammar Gadaffi, Abdel Hakim Belhadj, líder del Grupo Islámico de Combatientes Libios, una organización terrorista vinculada a Al- Qaeda, se constituyó en el Gobernador Militar de Trípoli, la capital libia.

El Dr. Frankenstein, alojado en la Casa Blanca desde décadas (por no decir centurias) se dedicó a reunir los diversos trozos con los que armaría el cuerpo de lo que hoy derivó en este califato de las decapitaciones, en este Estado que crucifica seres humanos, en este poderoso enclave de hienas que está empujando la rueda de la Historia hacia la Edad Media.

Una vez construido el monstruo, Washington lo envió a Siria para luchar por la “democracia”. La tarea encomendada por el imperio consistía en derrocar al presidente Bashar el-Assad.

“El fin justifica los medios”

Y así fue que Frankenstein comenzó a devorarse a los supuestos opositores sirios moderados. A esos integrantes del Ejército Libre Sirio, a los que también Washington ayudó económica y militarmente.
Parece que no se los devoró a todos. Entre los “moderados” que todavía subsisten, se encuentran aquellos que le “vendieron” uno de los periodistas estadounidenses al califa Frankenstein, para que éste lo decapitara.

En efecto, el Buró Federal de Investigaciones (FBI) está investigando si el periodista estadounidense Steven Sotloff, asesinado por el denominado Estado Islámico, fue entregado a ese grupo yihadista por rebeldes sirios, como asegura la familia de la víctima.

El portavoz de la familia Sotloff, Barak Barfi, aseguró que sus fuentes en Siria le han dicho que uno o más de los "llamados rebeldes moderados, a los que la gente quiere que apoye nuestra Administración Obama", habían vendido a Sotloff al Estado Islámico por entre 25.000 y 50.000 dólares.

El Dr. Henry Frankenstein, sumó a su tarea a un nuevo colaborador. Se trata del senador John McCain.

Thierry Meyssan, analista francés de política internacional, revela en una extensa investigación, el lado oculto de la política estadounidense a través del caso particular del senador John McCain, organizador —según sus investigaciones— de la «primavera árabe» y, desde hace mucho tiempo, interlocutor del califa Ibrahim (ahora llamado Abu Bakr al-Baghdadí).

Es muy importante remarcar que Ibrahim al-Badri, alias Abu Du’a, el actual al-Baghdadí, figuraba desde el 4 de octubre de 2011 en la lista de los cinco terroristas más buscados por la justicia estadounidense, con una recompensa de hasta 10 millones de dólares para quien contribuyese a su captura. Y desde el 5 de octubre de 2011, su nombre había sido incluido en la lista del Comité de Sanciones de la ONU como miembro de Al-Qaeda.

Vale decir que el actual jefe del sanguinario Califato Islámico, estuvo reunido con John McCain un año y medio después de haber sido catalogado como terrorista por los Estados Unidos y las Naciones Unidas. McCain estuvo reunido a sabiendas con un calificado terrorista para dar cumplimiento a los planes del imperio y de sus aliados británicos, franceses e israelíes, en esta región del Medio Oriente.

Según funcionarios de Jordania consultados bajo anonimato por el sitio World Net Daily, docenas de combatientes del Emirato Islámico en Irak y el Levante (hoy convertido en el Estado Islámico), fueron entrenados en Jordania en 2012 —por especialistas de Estados Unidos, Reino Unido y Francia— para ayudar a los “moderados” sirios que operan contra el gobierno de Bashar el-Assad.

Ahora Frankenstein ocupa parte del territorio de Irak y de Siria, decapita ciudadanos estadounidenses, británicos y franceses (éste último a manos de seguidores del califato residentes en el norte de Africa).

Entonces el presidente Barack Obama decide bombardear, primero Irak y ahora —sin solicitar permiso al gobierno de Damasco— el territorio sirio.

Los bombardeos ya produjeron víctimas civiles, entre ellos niños. Un clásico, como en Afganistán, en Pakistán, en Yemen, en Gaza.

Para matar a Frankenstein, no importan los cínicos “daños colaterales”. Los desaciertos del imperio, que cada vez más se parece más a un león herido, se cobran la vida de millares de inocentes.

Con el propósito de dar sustento a esta campaña militar, sin la aprobación de las Naciones Unidas, el imperio convoca a una reunión en París a todos sus aliados (o mejor dicho, súbditos) europeos y de algunos países de ultramar. Allí se resuelven los ataques aéreos y todo tipo de acciones militares.

Pero Washington discrimina a otros países que también quieren combatir a Frankenstein, entre ellos a Rusia, a Irán y a la propia Siria, a la que le bombardea su territorio sin pedir permiso. Y no solo ello, sino que el Congreso de Imperio resuelve una importante ayuda económica a esos “moderados” (vendedores de futuros decapitados) para que luchen contra sus compradores de víctimas… y, que de paso, luchen para derrocar al gobierno sirio.

Esto último, en rigor, es lo que más le interesa al gobierno estadounidense. Una vez más el uso de cortinas de humo para lograr los verdaderos propósitos.

Pero este Frankenstein, no es el monstruo torpe, violento y a la vez ingenuo de la película. Este monstruo no solo ocupa territorios, decapita, crucifica, viola mujeres que no concuerdan con su religión; este monstruo controla la producción de petróleo dentro de su área de influencia.

Los activos más preciados se hallan en una región del valle del Eufrates, que habían sido operados por empresas tales como Shell y Total.

Estos campos, entre los cuales se destacan los denominados Omar y Tanak, producen crudo liviano, con bajo contenido de azufre, un producto relativamente fácil de refinar.

La mayor parte del petróleo extraído por los terroristas del territorio de Siria, se comercializa en Turquía. Y, desde allí, hacia diversos países.

¿Cómo pueden los terroristas vender petróleo en un mercado internacional tan estrechamente vigilado por Washington?

En el congreso mundial anual de las compañías petroleras, que tuvo lugar entre el 15 y el 19 de junio en Moscú, se habló de Irak y de Siria. Allí trascendió que el petróleo robado en Siria por el entonces Frente al-Nusra era vendido por Exxon Mobil (la compañía de los Rockefeller que reina en Qatar), mientras que el petróleo robado por el ahora Estado Islámico se comercializa a través de Aramco (compañía de los Estados Unidos y Arabia Saudita). Es interesante recordar que durante la guerra contra Libia la OTAN autorizó a Qatar (o sea, a Exxon Mobil) a vender el petróleo de los “territorios liberados”… “liberados” por los terroristas de Al-Qaeda.

Toda esta madeja se torna incomprensible, si no tomamos en cuenta la nueva situación geopolítica: el mundo ha dejado de ser unipolar —como lo fue desde la caída de la Unión Soviética—, ahora emergen nuevos protagonistas.

El imperio comienza a desmoronarse. Su caída puede durar uno o dos siglos… o producirse más temprano que tarde.


El peligro es muy grande: estamos ante un león herido y para colmo, enredado en sus propios desatinos.