LAS VELOCIDADES

Por Eduardo Aliverti
eduardoaliverti@fibertel.com.ar

Entre las movilizaciones de marzo más el paro general de comienzos de este mes, en una punta, y en la otra las imágenes del repugnante operativo policial sobre los docentes en la Plaza del Congreso, quedan trazados interrogantes con respuestas que no deben caer en el facilismo. 

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"Política Nacional", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 15 de abril de 2017.

Entre las movilizaciones de marzo más el paro general de comienzos de este mes, en una punta, y en la otra las imágenes del repugnante operativo policial sobre los docentes en la Plaza del Congreso, quedan trazados interrogantes con respuestas que no deben caer en el facilismo. Desde ya, no puede ponerse en duda que un gobierno como éste tiene plena disposición a atemorizar y reprimir. Pero la graduación de ese espíritu tiene instancias diferentes. Juegan el oportunismo político de cada momento, y sobre todo, la fuerza de quienes participan activamente y de aquellos que revisten el papel de observadores (quienes consumen con indiferencia, o algún interés apenas mayor o menor, lo que los medios muestran sobre quienes participan). Veamos cierta cronología.

El macrismo aprovechó el comienzo de su gestión con dos atropellos ejemplificadores: despido a mansalva de empleados estatales y el encarcelamiento de Milagro Sala. Solamente ñoquis los unos, negra corrupta la otra. Los primeros fueron reemplazados por tropa propia en volumen similar, al punto de que inventaron un show de nuevos ministerios y reparticiones públicas. Hay más contratados en el Estado que durante el tiempo K. Pero a nadie le importó. A Sala la mantienen presa en medio de un escándalo jurídico de alcances internacionales, pero se sostienen porque el reclamo por su libertad no es masivo ni mucho menos. Es la presa que necesitan para decir que no les tiembla el pulso, y si acaso fuera liberada dirán que ello muestra la vigente independencia de la Justicia. Al cabo, dirán que son sucesos del Macondo jujeño en manos de un patrón de estancia, el radical Gerardo Morales, y en el que la policía acaba de ingresar a la Universidad, sin orden judicial, para detener al presidente del centro de estudiantes y a otro compañero que compartían un asado con permiso de las autoridades. No fue La Noche de los Bastones Largos, como exageró algún zócalo televisivo, pero tampoco se veía algo parecido desde entonces, hace más de 50 años; y tampoco importa en forma masiva sino a quienes se muestran espantados porque es informativamente despierta, e ideológicamente conciente, de lo que está en danza bajo la prédica Pro del budismo zen y los manuales de autoayuda. Hablando de mutismo: en ese satélite mendicante en que se convirtió hace tanto rato la Unión Cívica Radical, ¿no queda absolutamente nadie con vergüenza histórica, con memoria moral, para aunque más no fuere repudiar hechos como los de Jujuy a través de un comunicado personal? El partido radical ya no existe como expresión orgánica, es correcto, respecto de alguna presencia conceptual que no sea puntear pueblos y ciudades para retener u obtener intendencias y lugares en las listas. Pero, ¿nadie? ¿No queda nadie? ¿Nadie así fuere para demagogizar con la memoria de Alfonsín, la autonomía universitaria, las libertades civiles, algo, cualquier cosa? ¿Es esto una alegoría acerca de un partido que altri tempi supo disponer de sustancia o rasgos progresistas? ¿O lo es en torno de unas anchas franjas de capas medias sin otra sensibilidad que la marcada por aspectos temporales del bolsillo, y el consumo de la imaginería que le edifica la máquina narcotizante de los medios? (Agregado post-lectura de este editorial: a media mañana del sábado se conoció el tuiteo de Gerardo Morales, mostrándose avergonzado por lo sucedido, prometiendo investigar hasta las últimas consecuencias y asegurando que ya había desplazado a los responsables. Tres días después, y sólo cuando la reacción de la comunidad universitaria y de variados sectores forzó una respuesta oficial). La cronología de los tiempos macristas, que debutó con aquellas medidas de pretensión ejemplarizadora, continuó con la táctica del si pasa, pasa. Y prosigue ahora mismo con el proyecto de ley para aumentar la penalización de manifestaciones públicas. Les salió relativamente mal cuando el intento de colar por la ventana a dos jueces de la Corte Suprema, porque después, producida la reacción de las familias judiciales, los negociaron y acordaron en el Senado. Ocurrió lo mismo con la brutalidad de los tarifazos en un solo saque, para terminar instrumentándolos con algo del gradualismo que ya tenían previsto. Esos, entre otros, fueron los momentos del año pasado que, en tanto estreno de gestión, tuvieron actitud contemplativa por parte del grueso social más voluminoso. Se entró en el desenfreno del endeudamiento externo, hubo el arreglo con los buitres, el consumo popular se desplomó, las fuentes laborales comenzaron a destruirse, la CGT no dijo ni jota, la expectativa de que el enfermo ya mejorará tenía gran consenso, la pata mediática arreció con el exclusivo festín de corruptos que había regido durante el kirchnerismo y, en síntesis, las reacciones quedaron reducidas a los grupos y personalidades políticos, sindicales, intelectuales, sectoriales, de toda la vida.

Esa dinámica que favorecía al Gobierno comenzó a tener obstáculos en febrero, cuando, por un lado, estalla el affaire del Correo gracias a no poder morigerarse la impresión de tráfico de influencias desde el entorno presidencial. Además, la paciencia se agota -o debe testificar, como en el caso de la CGT- porque las evidencias del rumbo del modelo se tornan indesmentibles.

Entonces surge marzo con su notable cadena de marchas multitudinarias, enfervorizadas, cual proceso de combustión desatado. El Gobierno pierde el centro de la escena a manos de las minorías intensas. Contesta -primero a regañadientes- con una manifestación que, ayudada por la lectura onanista de sus medios, lo envalentona a pesar de no haber estado, ni de lejos, a la altura de los caceroleos contra Cristina. Ni -más lejos todavíade las imponentes exclamaciones gauchócratas de 2008, con sus piquetes que cercaron el acceso a las ciudades y con las ciudades protagonizadas por una alianza que supo juntar codo a codo el gorilismo más rancio con viudas nacanpoperas e izquierda radicalizada. Sin embargo, parece haber bastado el primer sábado de abril, con la fantasía de una multitud portando banderitas argentinas, gritando contra la yegua, para que la oratoria oficial arremeta contra sádicos choripanes golpistas. Y para que ese odio de clase rodee una instalación de maestros con un cordón policial de represión presta, sin otro argumento que la falta de permiso municipal. Lo que siguió a eso es de un cinismo surrealista. Los medios hablaron de “escaramuzas” frente al Congreso, de la habilitación que hacía falta, de la necesidad de cumplir la ley, de que reprimir no tiene por qué ser una mala palabra, de que Vidal doblegó a los docentes situándolos en el brete de provocar represión afuera de la provincia. ¿En qué cabezas puede sostenerse justificar policías contra docentes? Esa pregunta, contrariamente a lo que indica cualquier sentido común, no tiene respuesta lineal. Salvo que quiera caerse en el panfleto, requiere complejizarla. La tensión explícita desatada desde marzo, que el Gobierno promueve en las redes y a través de sus figuras más notorias, no nace del Espíritu Santo. Ancla en una porción profundamente conservadora de la sociedad argentina, y recibe la respuesta de otra porción igual de significativa. Pero hay otra parte, demostrada por la historia sin que ninguna variante sociológica pueda refutarlo, que exhibe a gente sin ningún interés político, que no lee ni Clarín ni Página/12, ni mira TN o C5N, que piensa que todo es la misma mierda, que vota a Cristina o a Macri sucesivamente sin complejos y que reacciona a estímulos de época, o de circunstancia, sin encuadre ideológico de tipo alguno. No es una descripción teñida de soberbia embroncada. Es lo que cualquiera de nosotros, de un palo u otro, registra todos los días. ¿Cómo se explica, en hipótesis contraria, que pueda avanzar el renovado choque contra la misma piedra, endeudando al país alegremente en dólares para conducirlo al mismo destino que en los noventa? ¿Cómo puede desmentirse que el odio de clase está sellado antes en la antropología de esta sociedad que en la prédica de los medios reaccionarios?

Los que salieron a la calle el 1 de abril son una sección constitutiva de los argentinos, bien que numéricamente devaluada como marchantes. Y los que salieron durante marzo son otra, callejeramente mucho más grande pero no mayoritaria. El resto, que alternativamente determina mayorías o minorías electorales, mira, absorbe, tiene el humor predispuesto en un sentido o en otro. Nada menos que en torno del cerco policial a los docentes frente al Congreso, la indignación corre por cuenta de los ideologizados que se movilizan. Hay otro sector que justifica la represión, y que incluso exige aumentarla. Y hay otro del que nadie sabe cómo procesará lo ocurrido, porque son aspectos de la subjetividad masiva que responden a lecturas e intereses momentáneos. ¿Será preponderante que la Argentina está mucho peor que durante el kirchnerismo? ¿O lo será que conviene darle más tiempo a esta derecha porque un gobierno que administra para los ricos no puede volver a equivocarse? Esa pregunta es la de la coyuntura electoral, semblanteada por si Cristina, que es el único el ordenador ideológico del país, será o no candidata. A ausencia de liderazgo concreto, en unos y otros, a valores de hoy se impone un pronóstico de dispersión de votos (y mucho más, tratándose de elecciones intermedias).


Esa es la velocidad de la coyuntura. En la del mediano plazo se ve un país otra vez sumido en el quebranto y, quizás, otra vez arrepentido de haber optado por el retroceso. Y en el mientras tanto entre una velocidad y otra, la pregunta de qué miserias y grandezas habrá para certificar o evitar los males aún mayores.