Federico Garcia Lorca - Mariano Moreno |
"Contratapa", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el sábado 15 de Setiembre de 2018.
En
septiembre de 1931, hace 87 años, Federico García Lorca, el amoroso poeta
granadino, comprometido militante asesinado por los sicarios del dictador
Francisco Franco, inauguraba la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros.
Septiembre, un mes tan repleto de cosas y como dice Pablo Neruda en su Confieso
que he vivido:
“
… También este mes está lleno de banderas”
Septiembre
en Argentina celebra el 13, el día de las y los bibliotecarios. Cuenta la
historia que un 13 de setiembre de 1810, en la Gaceta de Buenos Aires, apareció
un artículo firmado por su director y fundador, el entrañable Mariano Moreno,
titulado “Educación”, en el que informaba sobre la creación por la Junta de
Mayo, de la Biblioteca pública de Buenos Aires, hoy Biblioteca Nacional. En el
mismo artículo Moreno anunciaba los nombramientos del Dr. Saturnino Segurola y
de Fray Cayetano Rodríguez, primeros bibliotecarios oficiales de la nueva era
de la Independencia de la República. En 1942, en Santiago del Estero, en el
Congreso de bibliotecarios, se instituyó este día que se nacionalizó en 1954
con la sanción del decreto n° 17650/54 en homenaje a las y los bibliotecarios
de todo el país.
Una
amiga oriental y bibliotecaria apasionada residente en nuestra Rosario, Carina
Correa, postea, el 13 de setiembre (el día en que se celebra su día), el
discurso de Federico García Lorca al inaugurar, como contábamos al principio,
la biblioteca de Fuente Vaqueros, su pueblo natal en la provincia de Granada.
Es un discurso, intenso, elegante, lleno de guiños a los presentes, lleno de
poesía, es agradecido, rico en conocimientos, en historia, es didáctico, es
sobre todo un discurso contundente y político, es finalmente un discurso
apasionado ya que sin pasión no hubiera podido haberse escrito. También es
larguísimo y necesitaríamos varias contratapas para leerlo en su totalidad.
Elegimos de manera completamente subjetiva algunos párrafos que desde aquel
lejanísimo 1931 a hoy, 2018 de un siglo después, nos hace pensar que la lucha es
sin concesión por la cultura, por la educación que nos libera, que nos saca del
analfabetismo político … y que, sin lugar a dudas, todavía tenemos muchísimas
batallas por delante.
Les propongo el discurso completo que Federico García Lorca tituló: "Medio Pan y un libro"
Queridos paisanos y amigos:
Antes que nada yo debo deciros que no hablo sino que
leo. Y no hablo, porque lo mismo que le pasaba a Galdós y en general, a todos
los poetas y escritores nos pasa, estamos acostumbrados a decir las cosas
pronto y de una manera exacta, y parece que la oratoria es un género en el cual
las ideas se diluyen tanto que sólo queda una música agradable, pero lo demás
se lo lleva el viento.
Siempre todas mis conferencias son leídas, lo cual
indica mucho más trabajo que hablar, pero al fin y al cabo, la expresión es
mucho más duradera porque queda escrita y mucho más firme puesto que puede
servir de enseñanza a las gentes que no oyen o no están presentes aquí.
Tengo un deber de gratitud con este hermoso pueblo
donde nací y donde transcurrió mi dichosa niñez por el inmerecido homenaje de
que he sido objeto al dar mi nombre a la antigua calle de la iglesia. Todos
podéis creer que os lo agradezco de corazón, y que yo cuando en Madrid o en
otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas periodísticas o
en cualquier parte, yo digo que nací en Fuente Vaqueros para que la gloria o la
fama que haya de caer en mí caiga también sobre este simpatiquísimo, sobre este
modernísimo, sobre este jugoso y liberal pueblo de la Fuente. Y sabed todos que
yo inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda
la vega de Granada, y no es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más
rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a
ninguno de los bellos pueblos de la vega de Granada, pero yo tengo ojos en
la cara y la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.
Está edificado sobre el agua. Por todas partes cantan
las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas
suaves en el verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por
encima de sus tejados asoman las montañas azules de la vega, pero lejanas,
apartadas, como si no quisieran que sus rocas llegaran aquí donde una tierra
muelle y riquísima hace florecer toda clase de frutos.
El carácter de sus habitantes es característico entre
los pueblos limítrofes. Un muchacho de Fuente Vaqueros se reconoce entre mil. Allí
le veréis garboso, con el sombrero echado hacia atrás, dando manotazos y ágil
en la conversación y en la elegancia. Pero será el primero, en un grupo de
forasteros, en admitir una idea moderna o en secundar un movimiento noble.
Una muchacha de la Fuente la conoceréis entre mil por
su sentido de la gracia, por su viveza, por su afán de elegancia y superación.
Y es que los habitantes de este pueblo tienen
sentimientos artísticos nativos bien palpables en las personas que han nacido
de él. Sentimiento artístico y sentido de la alegría que es tanto como decir
sentido de la vida.
Muchas veces he observado, que al entrar en este
pueblo hay como un clamor, un estremecimiento que mana de la parte más íntima
de él. Un clamor, un ritmo, que es afán social y comprensión humana. Yo he
recorrido cientos y cientos de pueblecitos como éste, y he podido estudiar en
ellos una melancolía que nace no solamente de la pobreza, sino también de la
desesperanza y de la incultura. Los pueblos que viven solamente apegados a la tierra
tienen únicamente un sentimiento terrible de la muerte sin que haya nada que
eleve hacia días claros de risa y auténtica paz social.
Fuente Vaqueros tiene ganado eso. Aquí hay un anhelo
de alegría o sea de progreso o sea de vida. Y por lo tanto afán artístico, amor
a la belleza y a la cultura.
Yo he visto a muchos hombres de otros campos volver
del trabajo a sus hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como
estatuas, a esperar otro día y otro y otro, con el mismo ritmo, sin que por su
alma cruce un anhelo de saber. Hombres esclavos de la muerte sin haber
vislumbrado siquiera las luces y la hermosura a que llega el espíritu humano.
Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres
que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las
piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la
tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele,
muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de
liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así. Es
éste uno de los programas, queridos amigos míos, que más me preocupan en el
presente momento.
Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una
fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda
inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí.
“Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del
espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo
siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas
las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo
bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos
compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar
esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de
Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y
estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y
un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de
reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales
que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos
los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo
contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos
en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere
saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su
hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que
tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son
libros, libros, muchos libros los que necesita, ¿y dónde están esos libros?
¡Libros!, ¡libros! He aquí una palabra mágica que
equivale a decir: “amor, amor”, y que debían los pueblos pedir como piden pan o
como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso, Fiódor Dostoyevski,
padre de la Revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la
Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas
llanuras de nieve infinita, pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo
decía: “¡Enviadme
libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”.
Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua, pedía libros,
es decir horizontes, es decir escaleras para subir a la cumbre del espíritu y
del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por
hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha
dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios
más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”.
Cultura, porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que
hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.
Y no olvidéis que lo primero de todo es la luz. Que es
la luz obrando sobre unos cuantos individuos lo que hace los pueblos, y que los
pueblos vivan y se engrandezcan a cambio de las ideas que nacen en unas cuantas
cabezas privilegiadas, llenas de un amor superior hacia los demás.
Por eso ¡no sabéis qué alegría tan grande me produce
el poder inaugurar la biblioteca pública de Fuente Vaqueros! Una biblioteca que
es una reunión de libros agrupados y seleccionados, que es una voz contra la
ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad.
Nadie se da cuenta al tener un libro en las manos, el
esfuerzo, el dolor, la vigilia, la sangre que ha costado. El libro es sin
disputa la obra mayor de la humanidad. Muchas veces, un pueblo está dormido
como el agua de un estanque en día sin viento. Ni el más leve temblor turba la
ternura blanda del agua. Las ranas duermen en el fondo y los pájaros están
inmóviles en las ramas que lo circundan. Pero arrojad de pronto una piedra.
Veréis una explosión de círculos concéntricos, de ondas redondas que se dilatan
atropellándose unas a las otras y se estrellan contra los bordes. Veréis un
estremecimiento total del agua, un bullir de ranas en todas direcciones, una
inquietud por todas las orillas y hasta los pájaros que dormían en las ramas
umbrosas saltan disparados en bandadas por todo el aire azul. Muchas veces un
pueblo duerme como el agua de un estanque un día sin viento, y un libro o unos
libros pueden estremecerle e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de
superación y concordia.
¡Y cuánto esfuerzo ha costado al hombre producir un
libro! ¡Y qué influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el
mundo! Ya lo dijo el sagacísimo Voltaire: Todo el mundo civilizado se gobierna
por unos cuantos libros: la Biblia, el Corán, las obras de Confucio y de
Zoroastro. Y el alma y el cuerpo, la salud, la libertad y la hacienda se
supeditan y dependen de aquellas grandes obras. Y yo añado: todo viene de los
libros. La Revolución Francesa sale de la Enciclopedia y de los libros de
Rousseau, y todos los movimientos actuales societarios comunistas y socialistas
arrancan de un gran libro; de El
capital, de Carlos Marx.
Pero antes de que el hombre pudiese construir libros
para difundirlos, ¡qué drama tan largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los
primeros hombres hicieron libros de piedra, es decir escribieron los signos de
sus religiones sobre las montañas. No teniendo otro modo, grabaron en las rocas
sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de sobrevivir, que es lo que
diferencia al humano de la bestia. Luego emplearon los metales. Aarón, sacerdote
milenario de los hebreos, hermano de Moisés, llevaba una tabla de oro sobre el
pecho con inscripciones, y las obras del poeta griego primitivo Hesíodo, que
vio a las nueve musas bailar sobre las cumbres del monte Helicón, se
escribieron sobre láminas de plomo. Más tarde los caldeos y los asirios ya
escribieron sus códices y los hechos de su historia sobre ladrillos, pasando
sobre éstos un punzón antes de que se secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas
de tablas de arcilla, porque ya eran pueblos adelantados, estupendos
astrónomos, los primeros que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de
la bóveda celeste.
Los egipcios, además de escribir en las puertas de sus
prodigiosos templos, escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas
papiros, que enrollaban. Aquí empieza el libro propiamente dicho. Como el
Egipto prohibiera la exportación de esta materia vegetal, y deseando las gentes
de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió utilizar
las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y entonces nace el
pergamino, que en poco tiempo venció al papiro y se utiliza ya como única
materia para hacer libros, hasta que se descubre el papel.
Mientras cuento esto de manera tan breve, no olvidar
que entre hecho y hecho hay muchos siglos; pero el hombre sigue luchando con
las uñas, con los ojos, con la sangre, por eternizar, por difundir, por fijar
el pensamiento y la belleza.
Cuando a Egipto se le ocurre no vender papiros porque
los necesitan o porque no quieren, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros
de luchas hasta que se le ocurre escribir en piel seca de animal?, ¿qué hombre
o qué hombres son estos que en medio del dolor buscan una materia donde grabar
los pensamientos de los grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son cien
hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba misteriosamente por detrás.
Entonces, una vez ya con pergamino, se hace la gran
biblioteca de Pérgamo, verdadero foco de luz en la cultura clásica. Y se
escriben los grandes códices. Diodoro de Sicilia dice que los libros sagrados
de los persas ocupaban en pergaminos nada menos que mil doscientas pieles de
buey.
Toda Roma escribía en pergaminos. Todas las obras de
los grandes poetas latinos, modelos eternos de profundidad, perfección y
hermosura, están escritas sobre pergamino. Sobre pergaminos brotó el arrebatado
lirismo de Virgilio y sobre la misma piel amarillenta brillan las luces densas
de la espléndida palabra del español Séneca.
Pero llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad
el papel se conocía en China. Se fabricaba con arroz. La difusión del papel
marca un paso gigantesco en la historia del mundo. Se puede fijar el día exacto
en que el papel chino penetró en Occidente para bien de la civilización. El día
glorioso que llegó fue el 7 de julio del año 751 de la era cristiana.
Los historiadores árabes y los chinos están conformes
en esto. Ocurrió que los árabes, luchando con los chinos en Corea lograron
traspasar la frontera del Celeste Imperio y consiguieron hacerles muchos
prisioneros. Algunos prisioneros de estos tenían por oficio hacer papel y
enseñaron su secreto a los árabes. Estos prisioneros fueron llevados a
Samarkanda donde ejercieron su oficio bajo el reinado del sultán Harun
al-Rachid, el prodigioso personaje que puebla los cuentos de Las mil y una noches.
El papel se hizo con algodón, pero como allí escaseaba
este producto, se les ocurrió a los árabes hacerlo de trapos viejos y así
cooperaron a la aparición del papel actual. Pero los libros tenían que ser
manuscritos. Los escribían los amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban
página a página con gran primor y estilo, pero eran muy pocas las personas que
los podían poseer.
Y así, como las colecciones de rollos de papiros o de
pergaminos pertenecieron a los templos o a las colecciones reales, los
manuscritos en papel ya tuvieron más difusión, aunque naturalmente entre las
altas clases privilegiadas. De este modo se hacen multitud de libros, sin que se
abandone, naturalmente, el pergamino, pues sobre esta clase de materia se
pintan por artistas maravillosas miniaturas de vivos colores de tal belleza e
intensidad, que muchos de estos libros los conservan las actuales grandes
bibliotecas, como verdaderas joyas, más valiosas que el oro y las piedras
preciosas mejor talladas. Yo he tenido con verdadera emoción varios de estos
libros en mis manos. Algunos códices árabes de la biblioteca de El Escorial y
la magnífica Historia
natural, de Alberto Magno, códice del siglo xiii existente en la
Universidad de Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder
apartar mis ojos de aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más
finos que el aire, donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se
combinan sobre fondos hechos con panes de oro.
Pero el hombre pedía más. La humanidad empujaba
misteriosamente a unos cuantos hombres para que abrieran con sus hachas de luz
el bosque tupidísimo de la ignorancia. Los libros, que tenían que ser para todos,
eran por las circunstancias objetos de lujo, y sin embargo son objetos de
primera necesidad. Por las montañas y por los valles, en las ciudades y a las
orillas de los ríos, morían millones de hombres sin saber qué era una letra. La
gran cultura de la Antigüedad estaba olvidada y las supersticiones más
terribles nublaban las conciencias populares.
Se dice que el dolor de saber abre las puertas más
difíciles, y es verdad. Este ansia confusa de los hombres movió a dos o tres a
hacer sus estudios, sus ensayos, y así apareció en el siglo XV, en Maguncia de
Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la
invención, pero fue Gutenberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en
plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir infinitos ejemplares de
un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más difícil! Han pasado siglos y
siglos, y sin embargo no ha surgido esta idea en la mente del hombre. Todas las
claves de los secretos están en nuestras manos, nos rodean constantemente pero
sin embargo, ¡qué enorme dificultad para abrir las puertecitas donde viven
ocultos!
En las materias de la naturaleza se encuentran, sin
duda, los lenitivos de muchas enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es
la precisa, la justa, para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia
del mundo hay un hecho más importante que éste de la invención de la imprenta.
De mucho más alcance que los otros dos grandes hechos de su época: la invención
de la pólvora y el descubrimiento de América. Porque si la pólvora acaba con el
feudalismo y da motivo a los grandes ejércitos y a la formación de fuertes
nacionalidades antes fraccionadas por la nobleza, y el nacimiento de América da
lugar a un desplazamiento de la historia a una nueva vida y termina con un
milenario secreto geográfico, la imprenta va a causar una revolución en las
almas, tan grande que las sociedades han de temblar hasta sus cimientos. Y sin
embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la pólvora hacía
estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlántico se llenaba de barcos
que con las velas henchidas por el viento iban y venían cargados de oro y
materiales preciosos, calladamente en la ciudad de Amberes, Cristóbal Plantino
establece la imprenta y la librería más importante del mundo, y ¡por fin!, hace
los primeros libros baratos.
Entonces los libros antiguos, de los que quedaban uno
o dos o tres ejemplares de cada uno, se agolpan en las puertas de las imprentas
y en las puertas de las casas de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser
traducidos, ser expandidos por toda la superficie de la tierra. Éste es el gran
momento del mundo. Es el Renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas
modernas con las cuales vivimos.
Muchos siglos antes de esto que cuento, después de la
caída del imperio romano, de las invasiones bárbaras y el triunfo del
cristianismo, tuvo el libro su momento más terrible de peligro. Fueron
arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros. Toda la ciencia filosófica y
la poesía de los antiguos estuvieron a punto de desaparecer. Los poemas
homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento griego, luz de Europa, la
poesía latina, el Derecho de Roma, todo, absolutamente todo. Gracias a los
cuidados de los monjes no se rompió el hilo. Los monasterios antiguos salvaron
a la humanidad. Toda la cultura y el saber se refugió en los claustros donde
unos hombres sabios y sencillos, sin ningún fanatismo ni intransigencia (la
intransigencia es mucho más moderna), custodiaron y estudiaron las grandes
obras imprescindibles para el hombre. Y no solamente hacían esto, sino que
estudiaron los idiomas antiguos para entenderlos y así se da el caso de que un
filósofo pagano como Aristóteles influya decisivamente en la filosofía
católica. Durante toda la Edad Media los benedictinos del monte Athos recogen y
guardan infinidad de libros y a ellos les debemos conocer casi las más hermosas
obras de la humanidad antigua.
Pero empezó a soplar el aire puro del Renacimiento
italiano y las bibliotecas se levantan por todas partes. Se desentierran las
estatuas de los antiguos dioses, se apuntalan los bellísimos templos de mármol,
se abren academias como la que Cosme de Médicis fundó en Florencia para
estudiar las obras del filósofo Platón, y en fin el gran papa Nicolás v enviaba
comisionistas a todas las partes del mundo para que adquirieran libros y pagaba
espléndidamente a sus traductores.
Pero con ser esto magnífico, el paso grande lo daba el
editor Cristóbal Plantino en Amberes. Era de aquella casita con su patinillo
cubierto de hiedras y sus ventanas de cristales emplomados, de donde salía la
luz para todos con el libro barato y donde se urdía una gran ofensiva contra la
ignorancia que hay que continuar con verdadero calor, porque todavía la
ignorancia es terrible y ya sabemos que donde hay ignorancia es muy fácil
confundir el mal con el bien y la verdad con la mentira.
Naturalmente, los poderosos que tenían manuscritos y
libros en pergamino, se sonrieron del libro impreso en papel como cosa
deleznable y de mal gusto que estaba al alcance de todos. Sus libros estaban
ricamente pintados con adornos de oro y los otros eran simples papeles con letras.
Pero a mediados del siglo XV y gracias a los magníficos pintores flamencos,
hermanos Van Eyck, que fueron también los primeros que pintaron con óleo,
aparece el grabado y los libros se llenaron de reproducciones que ayudaban de
modo notable al lector. En el siglo XVI, el genio de Alberto Durero lo
perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros, paisajes, figuras,
siguiéndose perfeccionando durante todo el XVII para llegar en el siglo XVIII a
la maravilla de las ilustraciones y la cumbre de la belleza del libro hecho con
papel.
El siglo XVIII llega a la maravilla en hacer libros
bellos. Las obras se editan llenas de grabados y aguafuertes, y con un cuidado
y un amor tan grandes por el libro que todavía los hombres del siglo XX, a
pesar de los adelantos enormes, no hemos podido superar.
El libro deja de ser un objeto de cultura de unos
pocos para convertirse en un tremendo factor social. Los efectos no se dejan sentir. A pesar de
persecuciones y de servir muchas veces de pasto a las llamas, surge la
Revolución Francesa, primera obra social de los libros.
Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni los
ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podéis hacer
desaparecer una obra, pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de
ella porque son miles, y si son pocas ignoráis dónde están.
Los libros han sido perseguidos por toda clase de
Estados y por toda clase de religiones, pero esto no significa nada en
comparación con lo que han sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático
quema la biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda
construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar La llíada,
de Homero; y los árabes cordobeses fabrican la maravilla del Mirahb de su
mezquita para guardar en él un Corán que había pertenecido al califa Omar. Y
pese a quien pese, las bibliotecas inundan el mundo y las vemos hasta en las
calles y al aire libre de los jardines de las ciudades.
Cada día que pasa las múltiples casas editoriales se
esfuerzan en bajar los precios, y hoy ya está el libro al alcance de todos en
ese gran libro diario que es la prensa, en ese libro abierto de dos o tres
hojas que llega oloroso a inquietud y a tinta mojada, en ese oído que oye los
hechos de todas las naciones con imparcialidad absoluta; en los miles de
periódicos, verdaderos latidos del corazón unánime del mundo.
Por primera vez en su corta historia tiene este pueblo
un principio de biblioteca. Lo importante es poner la primera piedra, porque yo
y todos ayudaremos para que se levante el edificio. Es un hecho importante que
me llena de regocijo y me honra que sea mi voz la que se levante aquí en el
momento de su inauguración, porque mi familia ha cooperado extraordinariamente a
la cultura vuestra. Mi madre, como todos sabéis, ha enseñado a mucha gente de
este pueblo, porque vino aquí para enseñar, y yo recuerdo de niño haberla oído
leer en alta voz para ser escuchada por muchos. Mis abuelos sirvieron a este
pueblo con verdadero espíritu y hasta muchas de las músicas y canciones que
habéis cantado han sido compuestas por algún viejo poeta de mi familia. Por eso
yo me siento lleno de satisfacción en este instante y me dirijo a los que
tienen fortuna pidiéndoles que ayuden en esta obra, que den dinero para comprar
libros como es su obligación, como es su deber. Y a los que no tienen medios, que acudan a leer, que
acudan a cultivar sus inteligencias como único medio de su liberación económica
y social. Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de
libros nuevos y lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a
leer a los niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino
que les inculquen el sentido de la lectura, es decir, lo que vale un punto y
una coma en el desarrollo y forma de una idea escrita.
Y ¡libros!, ¡libros! Es preciso que a la bibliotequita
de la Fuente comiencen a llegar libros. Yo he escrito a la editorial de la
Residencia de Estudiantes de Madrid, donde yo he estudiado tantos años, y a la
Editorial Ulises, para ver si consigo que manden aquí sus colecciones
completas, y desde luego, yo mandaré los libros que he escrito y los de mis
amigos.
Libros de todas las tendencias y de todas las ideas.
Lo mismo las obras divinas, iluminadas, de los místicos y los santos, que las
obras encendidas de los revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten
el Cántico espiritual
de san Juan de la Cruz, obra cumbre de la poesía española, con las obras de
Tolstói; que se miren frente a frente La
ciudad de Dios de san Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Porque
queridos amigos, todas estas obras están conformes en un punto de amor a la
humanidad y elevación del espíritu, y al final, todas se confunden y abrazan en
un ideal supremo.
Y ¡lectores!, ¡muchos lectores! Yo sé que todos no
tienen igual inteligencia, como no tienen la misma cara; que hay inteligencias
magníficas y que hay inteligencias pobrísimas, como hay caras feas y caras
bellas, pero cada uno sacará del libro lo que pueda, que siempre le será
provechoso, y para algunos será absolutamente salvador. Esta biblioteca tiene
que cumplir un fin social, porque si se cuida y se alienta el número de
lectores, y poco a poco se va enriqueciendo con obras, dentro de unos años ya
se notará en el pueblo, y esto no lo dudéis, un mayor nivel de cultura. Y si
esta generación que hoy me oye no aprovecha por falta de preparación todo lo
que puedan dar los libros, ya lo aprovecharán vuestros hijos. Porque es necesario que sepáis todos
que los hombres no trabajamos para nosotros sino para los que vienen detrás, y
que éste es el sentido moral de todas las revoluciones, y en último caso, el
verdadero sentido de la vida.
Los padres luchan por sus hijos y por sus nietos, y
egoísmo quiere decir esterilidad. Y ahora que la humanidad tiende a que
desaparezcan las clases sociales, tal como estaban instituidas, precisa un
espíritu de sacrificio y abnegación en todos los sectores, para intensificar la
cultura, única salvación de los pueblos.
Estoy seguro que Fuente Vaqueros, que siempre ha sido
un pueblo de imaginación viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye
de su fuente, sacará mucho jugo de esta biblioteca y servirá para llevar a la
conciencia de todos nuevos anhelos y alegrías por saber. Os he explicado a
grandes trazos el trabajo que ha costado al hombre llegar a hacer libros para
ponerlos en todas las manos. Que esta modesta y pequeña lección sirva para que
los améis y los busquéis como amigos. Porque los hombres se mueren y ellos
quedan más vivos cada día, porque los árboles se marchitan y ellos están
eternamente verdes y porque en todo momento y en toda hora se abren para
responder a una pregunta o prodigar un consuelo.
Y sabed, desde luego, que los avances sociales y las
revoluciones se hacen con libros y que los hombres que las dirigen mueren
muchas veces como el gran Lenin de tanto estudiar, de tanto querer abarcar con
su inteligencia. Que no valen armas ni sangre si las ideas no están bien
orientadas y bien digeridas en las cabezas. Y que es preciso que los pueblos
lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la libertad, sino el
sentido actual de la comprensión mutua y de la vida.
Y gracias a todos. Gracias al pueblo, gracias en
particular a la agrupación socialista que siempre ha tenido conmigo las mayores
deferencias, y gracias a vuestro alcalde, don Rafael Sánchez Roldán, hombre
benemérito, verdadero y leal hijo del trabajo, que ha adquirido por su propio
esfuerzo ilustración y conciencia de su época, y merced al cual es hoy un hecho
esta biblioteca pública.
Y un saludo a todos. A los vivos y a los muertos, ya
que vivos y muertos componen un país. A los vivos para desearles felicidad y a
los muertos para recordarlos cariñosamente porque representan la tradición del
pueblo y porque gracias a ellos estamos todos aquí. Que esta biblioteca sirva
de paz, inquietud espiritual y alegría en este precioso pueblo donde tengo la
honra de haber nacido, y no olvidéis este precioso refrán que escribió un
crítico francés del siglo XIX: “Dime qué lees y te diré quién eres”.
He
dicho.
Septiembre de 1931